Viajando en coche, el vuelo es al cielo ... Con las huríes, habría que añadir. Quien manejaba el VTC decía haber sido militar en Egipto. Yo estaba de vacaciones de Navidad en Madrid; era el año pasado. Iba de madrugada al depa de mi amigo el periodista Nacho Segurado, para esperar allá mi vuelo de regreso a México. No podía llegar a otras horas, porque el conserje marroquí del edificio en Fuencarral-El Pardo hacía lo que le daba la gana, y bien podía no estar en su puesto (el carácter del conserje dependía, según Nacho, de si llevaba puesta o no una chilaba).
Dentro del carro, el chofer y yo teníamos aires a personajes de Muerte a Crédito, la novela de Céline, donde hablan y parece que, a medida, que se dicen las palabras, se insuflan aires grotescos en personas y lugares, hinchados y pervivientes como globos de esporas. En fin, que el chofer desbarraba. Era imposible llamarlo imbécil, aunque lo era, porque él era quien manejaba y correlacionaba la regulación de la velocidad por los túneles de la M-30 con sus estados de ánimo didácticos, picudos y apocalípticos. Entre las amenidades que me comentó estaba, cómo no, la importancia jerárquica del Corán sobre todas las cosas, incluido no sé qué historia de un gusano mágico, no sé qué cuidado del embrión, no sé qué orbitas futuristas, que hasta lo hacían un libro idóneo para todo, como el bicarbonato de sodio.
Además del proselitismo religioso, el chofer lanzaba otros abrojos: la democracia era, para él, lo más degradante y libertino a imaginar; Golda Meir era atea (como yo; aunque, como tantos otros, un ateo guadalupano, porque esa Virgen es como un terremoto diagonal), y los judíos, tergiversadores vacuos del libro sagrado y con dos o tres caras ocultas; la mayoría de líderes árabes -excepto los teocráticos o los insurgenteados-, tibios o vendidos al dinero y a lujos refinados y estériles; los españoles, gilipollas, aunque podríamos dejar de serlo si nos convertíamos en masa al islam. También me platicaba este personaje celinesco sobre sus compatriotas egipcios, que lo torturaron; su huida a EU, país donde se casó por papeles, y al que despreciaba, como a su esposa títere.
Difícil personaje, este cincuentón ex soldado, sin casa y ciudadano del Corán, orgulloso y ahíto de la idea de traición, que terminó manejando un VTC en Madrid. El señor poseía la voracidad gravitacional de quien considera que la vida le reservaba algo excelente, pero ahora ya no tiene las entrañas para disfrutarlo, ni reconocerlo, ni compartirlo. Sus entrañas eran de paja, como la de los espantapájaros con los que comparó al ejército egipcio: “Póngame de dominguejo en los chilares para espantar los pájaros”, escribe Luis G. Inclán en su Astucia.
A veces quitaba una de sus manos del volante y alzaba su dedito pontificador; ahí yo ya, cobarde de mí, no sabía si llegaría a la casa del Nacho vivo o a la del Nacho muerto. Como se sabe, levantar el dedito en esa religión simboliza el “tauhid” o unicidad indivisible de Dios: ???No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”, en traducción popular de una “shahada” que aparece en banderas de Estados islamizados. El dedito es Diosito -opuesto a la trinidad católica-, en ojos de ese dedito letrado al que, a veces, le sale, como un dedal negro de tela, un burka en la puntita. Burka con su raya para los ojos, como el de la señorona cubierta que también en esa Navidad vi de paseo por Gran Vía, como un hada de fábula infantil, capaz con su magia de apoyar, a la vez, el monopolio de la idea de Palestina desde los fórceps retroactivos árabes, y la propaganda de un Irán islamizado, tosco y refractario a la Persia histórica (aunque al escribir estas líneas parece que Israel no acepta los presupuestos de esta hada en burka y de ojos de arena).
Por suerte, llegué al depa, y ahora puedo construir a ese chofer sin paz una casa de papel en esta columna, con cochera y todo, para que estacione el carro al final de su noche.