L a democracia, dicen, muere en la oscuridad. Y uno pensaría que, en pleno 2025, esa frase debería sonar a advertencia y no a instructivo para los poderosos. Pero aquí estamos, contemplando cómo en Puebla y Campeche florecen las tentaciones autoritarias. En Puebla, el Congreso se puso creativo y aprobó —vía “fast track”, una reforma penal que castiga los “insultos digitales”. Una joya jurídica que convierte los adjetivos incómodos en delitos y las críticas incómodas en cadenas de hasta tres años. Todo esto, claro, en nombre del decoro y la paz mental de los funcionarios. No es casualidad que esta ocurrencia legislativa floreciera justo cuando una cuenta anónima en X (antes Twitter) ha dedicado sus días a criticar al gobernador Alejandro Armenta y su gabinete. ¿Coincidencia? Cuando el poder se siente observado, en vez de rendir cuentas, prefiere apagar la luz.
Organizaciones como Artículo 19 y la Red de Periodistas de Puebla encendieron la alarma: la redacción de estos nuevos delitos es tan vaga que permite castigar todo lo que incomode. Como quien diseña un traje a la medida para censurar periodistas bajo el disfraz de la “ciberseguridad”. Así, palabras como “espionaje digital” o “usurpación de identidad” se lanzan sin el menor rigor técnico, pero con toda la intención política. Es la ley hecha con martillo, no con pluma. Y mientras tanto, en Campeche, la cosa no mejora. Allá no reformaron el Código Penal: lo aplicaron directo.
El periodista Jorge Luis González, de 71 años, fue vinculado a proceso, se le prohibió ejercer su oficio, y además se cerró la versión digital del periódico Tribuna. El pecado: criticar a la gobernadora Layda Sansores. El castigo: una sentencia judicial que parece escrita por un censor de los años cincuenta.
La jueza de control, en un despliegue de obediencia institucional, ignoró que el periodista está jubilado desde 2017, que ya ni siquiera dirigía el medio, y que lo único que hacía era ejercer su libertad. Peor aún: se le embargaron propiedades, se le impuso una indemnización millonaria, y se le quiso encarcelar por el atrevimiento de no aplaudir ni quedarse callado.
Ambos casos comparten algo más que el desprecio por la crítica: son síntomas de un poder que teme ser observado. Y cuando el poder le teme a la verdad, su reflejo más natural es la censura.
¿Que si hay discursos ofensivos? Por supuesto. ¿Que existen excesos? Nadie lo niega. Pero la libertad de expresión no es un jardín de buenos modales, sino una trinchera donde incluso lo incómodo debe tener cabida. Lo dijo la Corte Interamericana: el derecho a expresarse incluye lo que inquieta, lo que indigna, lo que molesta.
Lo que está en juego no es el “respeto” a los funcionarios, sino el derecho de la ciudadanía a saber, opinar y exigir. Castigar el periodismo, censurar la ironía o legislar contra los adjetivos es una forma muy poco sutil de esconder la corrupción, blindar la incompetencia y premiar el culto a la personalidad.
Puebla y Campeche nos recuerdan que el poder — cuando no se vigila— se vuelve intolerante, que los gobiernos que no soportan la crítica suelen tener mucho que ocultar, y que la censura, como las dictaduras, no empieza de golpe: se cuela, ley por ley, juicio por juicio, hasta volverse costumbre. En Tamaulipas, hay que tomar la palabra a lo que dijo Américo Villarreal, no dar espacio a la censura.
Los legisladores de Tamaulipas deben ser cuidadosos y evitar la tentación de crear leyes e inventar delitos para censurar y ocultar abusos de sus jefes o testaferros. Y como dicen los que saben, donde no hay crítica, sólo queda propaganda. ¿Ustedes qué opinan?
