La Organización Mundial de Comercio no está muerta, pero sí gravemente herida. Desde antes del “Día de la Liberación” ya se tambaleaba por la pérdida de liderazgo que ha sufrido, sobre todo por su sistema de solución de controversias que sigue sin operar. Ahora, Trump ha hecho que el sistema multilateral de comercio de este organismo internacional deje de ser una herramienta efectiva de arbitraje global y tenga prácticamente la misma efectividad que la ONU al momento de evitar los conflictos armados.
Recordemos que la OMC nació para garantizar un comercio global regido por reglas claras, con solución de controversias y sin barreras arbitrarias. Pero desde hace más de una década, el sistema muestra grietas profundas. Estados Unidos, durante el primer mandato de Trump, bloqueó el nombramiento de jueces en el Órgano de Apelación de la OMC, paralizando su capacidad para resolver disputas. Y desde entonces, la organización ha sido testigo silencioso del desmantelamiento progresivo del orden comercial multilateral que ayudó a crear y que hoy las potencias poco respetan.
El caso más emblemático es la guerra comercial entre Estados Unidos y China, que lleva más de cinco años en curso. El conflicto comenzó con aranceles estadounidenses a productos chinos por valor de más de 300 mil millones de dólares, justificándose en prácticas comerciales desleales como el robo de propiedad intelectual y el subsidio estatal a empresas chinas. China respondió con sus propias represalias, y hoy ambos países mantienen aranceles superiores al 100% en ciertos sectores clave, como tecnología, acero y componentes electrónicos. Aunque parece ya que ambos presidentes aceptarán fumar la pipa de la paz y negociar una tregua arancelaria que calme a los mercados.
A pesar de esta tensión, el comercio entre ambos países no ha desaparecido, aunque sí ha cambiado de forma. China sigue siendo el tercer socio comercial de Estados Unidos, después de México y Canadá, y sin tratado comercial alguno. En 2023, el intercambio bilateral entre Estados Unidos y China superó los 575 mil millones de dólares, aunque con una tendencia a la baja. La balanza comercial sigue muy desequilibrada: Estados Unidos importó de China bienes por más de 427 mil millones, mientras que exportó solo alrededor de 148 mil millones, dejando un déficit superior a los 279 mil millones de dólares. En otras palabras, aunque la narrativa política apunta a la desvinculación, la realidad económica es otra.
¿Podrían los estadounidenses dejar de consumir productos chinos? La respuesta es no, al menos no de manera inmediata ni sin costos elevados. La economía estadounidense está profundamente apalancada con la manufactura china. Desde ropa hasta teléfonos móviles, pasando por medicamentos, componentes de autos, baterías y paneles solares, gran parte de lo que se consume en la unión americana proviene o depende de cadenas de suministro que pasan por China. El intento de reindustrializar Estados Unidos o sustituir esos productos por otros “made in America” implica una transformación industrial que no se logra con aranceles, sino con inversión, innovación y tiempo.
Una estrategia alternativa a esta guerra comercial ha sido el nearshoring y la diversificación de proveedores. Donde aparecieron México y Vietnam, como los grandes ganadores del éxodo industrial chino. Sin embargo, ese beneficio también está en riesgo. Vietnam, por ejemplo, ha sido objeto de recientes investigaciones estadounidenses por presunto dumping y violaciones a propiedad intelectual, y el Día de la Liberación fue uno de los países más afectados, enfrentando un arancel del 46% sobre sus exportaciones hacia Estados Unidos.
El mensaje de Trump parece contradictorio: Estados Unidos busca dejar de depender de China, pero penaliza y señala también a los países que se están volviendo sus sustitutos naturales.
La manufactura estadounidense en China tampoco ha desaparecido. Muchas empresas han optado por mantener operaciones ahí, pero destinar la producción a mercados asiáticos o europeos, evitando así la exposición directa a aranceles al mercado estadounidense. Otras han implementado estrategias de “China +1”, es decir, mantener parte de su producción en China y abrir fábricas alternas en Vietnam, México o India, tratando de construir cadenas más resilientes ante las tensiones geopolíticas.
Frente a todo esto, la OMC no ha logrado más que emitir comunicados y advertencias. Su estructura rígida, su sistema de consensos y la falta de voluntad política de sus principales miembros la han convertido en una espectadora impotente. Y, sin un sistema efectivo de resolución de controversias, las normas internacionales se vuelven palabras al viento.
Así, herida de muerte, los países siguen registrando sus acuerdos y disputas, pero las decisiones ya no se respetan como antes. Estamos transitando hacia un mundo de bloques, de acuerdos bilaterales y de nacionalismo comercial, donde las reglas se negocian entre pares y se imponen por poder, no por legalidad.
En un contexto así, las empresas exportadoras, importadoras y los gobiernos deberán navegar un sistema más incierto, más volátil y mucho más político. La OMC puede seguir existiendo, pero si no se reforma pronto, teniendo el poder para someter a las potencias comerciales, su rol será más simbólico que operativo.