A principios de 2025 tomé un avión Matamoros-CDMX desde el AICM. Los automatismos del embarque pasan de largo y uno se olvida. Viajar en avión es lo más estático que pueda concebirse; la monotonía del cielo es submarina. En vuelos tan cortos (hora y cacho) todo está reglado y, si se acepta esa suspensión del juicio, eres casi intocable hasta el destino. Así parecía, hasta que:
— Viajando en avión, el vuelo no es... Como esperas.
En la fila había unos individuos bien curiosos. Tenían aspecto marcial, en la veintena. Provenían de Mazatlán. Uno de los tres llevaba una cachucha del connotado extraditado a EEUU, el “Mayo” Zambada. Era negra, con el símbolo del equipo de béisbol New York Yankees, pero de las siglas NY colgaba un sombrero ranchero. Tenía un dibujillo del extraditado, caricaturizado como de mediana edad y bigotón, yo diría que risueño. También había siglas MZ y demás letras y numerología; guiños a quien sepa. ¿Dónde iban estos alucinados en ruta Mazatlán-CDMX-Matamoros? ¿El jale como eufemismo? ¿La versión pitera de los grandes arreglos políticos oscuros Tamaulipas-Sinaloa, de los que tanto se habla hoy?
En estas, se anunció que, por las condiciones climáticas en Moros, no despegábamos. Esperamos el minuto y la hora. Después, nos bajaron del avión, a la sala de espera. En un rato, nos darían más info.
La siguiente actualización fue para decir que habría otra más. En la siguiente, no actualizaron nada, pero dieron coca y pancito. Después, silencio. Me acerqué a un aeromozo y le reproché que no dijeran nada y sólo diesen comida, como a acarreados al Zócalo:
— ¿No le parece patético tratarnos así?
— No. No me lo parece.
Miré al gremlin y a su cara de “si tienes ganas de llorar, piensa mí”:
— ¿Cuándo nos informarán?
— Desconozco. Sobre las cinco o así, puede ser.
Me sumergí en la compu, vigilando al gremlin por el rabillo del ojo, por si de repente todo se aceleraba y el avión volaba y aterrizábamos en Moros a pesar de los rayos y truenos y la niebla londinense. Pero no. Pasó más tiempo y la pantalla ni anunciaba el vuelo, sino que había otro a Sonora, con su gente haciendo fila (ellos pasajeros vivos y nosotros pasajeros fantasma).
Pregunté en otro mostrador. Un encargado, como gatito panzón, que seguro sabía hacerse entrañable a su mami, respondió:
— Pero si ese vuelo ya salió. Mire, si hasta ha aterrizado en Matamoros.
Tras explicarle el significado de la palabra “imposible” y ahorrarme el de “imbécil”, me remitió a la sala de espera, a esperar un anuncio — que anunciaría seguir esperando, claro está. Ya hasta esperar y gobernar me parecían sinónimos.
Unas seis horas después, anunciaron que saldríamos... Mañana. Nos lo explicarían en otra sala, pero ubicada afuera.
En la fila de la compensación, los pasajeros eran migrantes, parejas o familias; algunos centroamericanos, pero la mayoría, cubanos. Recién también se veían aviones repletos de venezolanos, pero ya no a familias ucranianas o a rusos en edad militar. Ahora, la pregunta en el mostrador era:
— ¿Tiene dónde quedarse?
— No, venimos de Tapachula (o de Tuxtla).
Así que, como en la casilla del juego de la oca, les daban una noche de hotel.
Al día siguiente, el avión tampoco despegaba. Estaba listo, pero... Olvidaron destinar personal. Ya con tripulación, antes de despegar, la cubana de al lado platicaba por WhatsApp video sobre su pésima salud; esperaba — como todos — mejorar al aterrizar.
Un niño bromeaba:
— Mamá, que no es Matamoros, que es “Matamorros”.
Tan chiquito y tan cínico, el joven predador.
Cuando aterrizamos, el del INM hacía malabares con tanto pasaporte nuestro. Acumuló tantos cubanos, que parecía sostener a dos manos una torre de panqueques. Pidió ayuda a un escuincle de la Guardia Nacional. Trump no había entompeatado aún en la frontera con sus cuotas de “enemigos del pueblo”, tras devorar y secretar — como un ogro zanahorio — la “teoría del ejecutivo unitario”, y las cosas estaban justo ahí, a lo de siempre.
