Hoy quiero abordar un tema que toca fibras muy profundas, que incomoda y que tal vez nos haga pensar más de una vez mientras leemos, pero que no podemos seguir ignorando: nuestros hijos solos. Esos niños y adolescentes que parecen tenerlo “todo”, pero que en realidad sienten que no tienen a nadie. Hijos que, aun teniendo a sus padres vivos, se sienten huérfanos de atención, de abrazos, de escucha, de presencia.
No hablo solo del abandono físico —que también existe—, sino de ese abandono silencioso, cotidiano, disfrazado de “no tengo tiempo”, “ando muy ocupado”, “ya luego platicamos”, “ahorita no, estoy cansado”. Ese abandono que no deja moretones en la piel, pero sí heridas profundas en el corazón.
Pienso en el niño que come solo frente al televisor, mientras papá y mamá siguen frente al celular. En la niña que se duerme con su tablet porque nadie tuvo tiempo de preguntarle cómo le fue en la escuela. En el adolescente que pasa horas encerrado en su cuarto, con audífonos puestos, porque ya entendió que en casa nadie pregunta y nadie escucha.
Cada vez vemos más niños que no tienen con quién hacer la tarea, con quién platicar sus miedos, con quién llorar una decepción. Chicos que se refugian en las redes sociales, en los videojuegos, en amistades que a veces no son las mejores, porque en casa hay techo y comida, pero no hay presencia emocional. Y no lo digo para juzgar, lo digo porque lo veo, lo escucho, lo vivo todos los días en las escuelas.
Desde el aula, como docentes y directivos, estamos recibiendo a esos hijos solos. Se manifiestan de muchas formas: en conductas agresivas, en rebeldía “sin sentido”, en apatía, en bajo rendimiento, en tristeza disfrazada de mal humor. Muchas veces etiquetamos rápido: “es grosero”, “es problemático”, “no le importa nada”. Pero si rascamos un poquito, descubrimos que detrás de ese carácter hay un niño que extraña a papá, una niña que quisiera que mamá la mirara, un adolescente que daría todo por tener una conversación sincera en la mesa, sin prisas y sin pantallas.
El puesto se asigna, el liderazgo se gana —decíamos en otro artículo—. Hoy quiero decirte algo parecido: Los hijos se tienen por nacimiento, pero la maternidad y la paternidad se ejercen con presencia y amor. Muchos padres y madres aman profundamente a sus hijos, pero la prisa de la vida los está alejando sin que se den cuenta.
Hay jornadas larguísimas de trabajo, trayectos cansados, preocupaciones económicas, estrés. Lo entiendo, lo vivo, lo vemos todos. Pero también es cierto que, sin querer, estamos criando una generación de hijos solos, que tienen más contacto con una pantalla que con la mirada de sus padres. Y esos vacíos se llenan con algo: con la opinión de los amigos, con el “consejo” de internet, con lo que la calle les enseña. Cuando la casa no educa ni acompaña, alguien más ocupa ese lugar.
No se trata de estar 24 horas pegados a los hijos, ni de dejar todo para vivir solo en función de ellos. Se trata de algo más realista, pero profundamente necesario: estar cuando de verdad cuentan con nosotros. Se trata de bajar el celular cuando nos están contando algo importante, de mirar a los ojos cuando dicen “ma, pa, te quiero decir algo”, de sentarnos cinco o diez minutos al día para preguntar: “¿Cómo estás? Pero de verdad, ¿cómo estás?”.
Porque el abandono no siempre se ve. A veces se escucha en frases como: “No quiero molestar.” “Mis papás siempre están ocupados.” “Mejor no digo nada.” Y se siente en ese nudo en la garganta del hijo que quiere hablar, pero ya no sabe cómo acercarse.
En las instituciones educativas vemos a esos hijos huérfanos con padres vivos llegando con problemas de conducta, crisis emocionales, ansiedad, depresión. Y muchas veces se piensa que es un tema solo de escuela. No. Es un tema de familia. De casa. De presencia. De abrazos que no se dieron, de “te amo” que no se dijeron, de límites que no se pusieron, de conversaciones que nunca llegaron.
Te pregunto con todo respeto y cariño: ¿Hace cuánto no te sientas, sin celular, solo a escuchar a tu hijo? ¿Hace cuánto no le preguntas cómo se siente, más allá de cómo le fue en la escuela? ¿Hace cuánto no le dices, con palabras claras, que lo quieres y que estás orgulloso de él o de ella, no por sus calificaciones, sino por quién es?
No esperemos a que un maestro, un director o un psicólogo nos diga que nuestro hijo está pidiendo ayuda. No esperemos a un “llamado de atención” grave: una conducta extrema, una falta fuerte, una crisis en la escuela. Los hijos solos mandan señales antes: cambios de humor, aislamiento, berrinches que parecen exagerados, necesidad de llamar la atención. Son gritos silenciosos.
Los hijos no necesitan padres perfectos; necesitan padres presentes. Padres que se equivocan, sí, pero que piden perdón. Padres que a veces regañan de más, sí, pero que también abrazan, explican y contienen. Padres que, aun con cansancio, hacen un esfuerzo por mirar, por escuchar, por preguntar, por interesarse.
Como sociedad, nos urge dejar de normalizar que un niño esté siempre solo, que un adolescente se “críe” únicamente con su teléfono, que los padres estén más pendientes del grupo de WhatsApp que de la mirada de sus hijos. Nos urge regresar a la conversación cara a cara, al juego en familia, al simple hecho de estar juntos sin otra cosa de por medio.
No se trata de comprarles más cosas, sino de regalarles más tiempo. No se trata de llenar su cuarto de pantallas, sino de llenar su corazón de seguridad. No se trata de que te vean perfecto, sino de que te sientan cercano.
Quisiera que este artículo no se lea como un regaño, sino como una invitación: la invitación a que no dejemos que nuestros hijos se conviertan en huérfanos emocionales teniendo a sus padres vivos. Estamos a tiempo de cambiar rutinas, de ajustar tiempos, de apagar pantallas por unos minutos, de elegir escuchar en lugar de posponer. En la escuela podemos acompañar, orientar, contener, pero nunca vamos a poder sustituir la presencia emocional de mamá y papá. Lo que un abrazo de padre o madre construye en segundos, ninguna institución puede fabricarlo.
Querida familia lectora, si algo de esto te hizo eco en el corazón, tómalo como una oportunidad, no como una condena. Siempre se puede volver a empezar: con una conversación pendiente, con un “hijo, quiero escucharte”, con un “perdóname, no he estado tan presente como necesitas, pero quiero mejorar”.
Queridos lectores, los invito a reflexionar sobre este tema. ¿Qué opinan? ¡Me encantaría escuchar sus opiniones!
Con cariño a mis lectores,
La Maestra Diana Alejandro
