Los resultados del proceso electoral reciente nos dejan una virtual presidenta electa y varias gobernadoras, que sumadas a las mujeres actualmente en funciones resulta en 13 entidades gobernadas por mujeres y una próxima encabezando el país.
Sin duda, un logro de la paridad de género que inició allá por los años 90 con el llamado a los partidos políticos para postular mujeres en cargos de representación popular. No sin resistencias, las cuotas de género de 70/30 pasaron al horizonte paritario de 60/40, cuando los partidos debían postular a mujeres candidatas y además incluirlas en las listas de plurinominales.
En el año 2009 tuvimos el caso de las “Juanitas”, cuando mujeres electas a la Cámara de Diputados renunciaron a su puesto para dejar como titulares a sus suplentes hombres; lo que llevó a buscar nuevos mecanismos electorales para garantizar la participación y presencia efectiva de mujeres en el ámbito político.
Aunque con distinta temporalidad en la adopción a nivel estatal, las reformas electorales desde 2014 introdujeron el principio de paridad de género 50/50 para que los partidos postularan igual número de candidatas y candidatos a cargos de elección. En los años posteriores se han sumado otros mecanismos y acciones afirmativa para garantizar el derecho de participación de grupos minoritarios y vulnerables, tal como mujeres indígenas y afromexicanas.
Sin embargo, hasta hoy la representación política de las mujeres no necesariamente ha significado que los intereses de grupo se establezcan en la agenda pública. Es verdad que el número de electas para distintos niveles de gobierno aún es bajo, y en posiciones de mejor poder de decisión, pero experiencias de gobiernos estatales encabezados por mujeres no se han distinguido –en mi opinión– por transformaciones en la vida de las mujeres.
En promedio solo 63.6% de las mujeres en México, de entre 30 y 59 años de edad, son parte de la población económicamente activa (ENADIN, 2023). Para muchas de ellas la posibilidad de participar en el mercado de trabajo está restringida no solo por los roles de género que las circunscribe a labores de la casa, sino también por la carencia de un sistema de cuidados para atender a niñas, niños y personas con discapacidad y adultas mayores dejadas tradicionalmente a su cuidado.
La violencia de género es otro aspecto relevante. Para octubre de 2021, 70.1% de las mujeres mexicanas mayores de 15 años habían experimentado algún tipo de violencia durante los doce meses previos (ENDIREH, 2021), ya sea violencia psicológica, física, sexual, patrimonial y/o discriminación. El homicidio de mujeres en el país ha mantenido una tendencia creciente desde 2007, con tasas promedio para el país de 5.9 por cada 100 mil en 2022 y niveles que llegan a 29.2 en Coloma, 19.6 en Zacatecas, y 17.8 en Guanajuato (Inegi, 2024, “La medición del feminicidio en México”). Recordemos que el feminicidio es la muerte violenta por razones de género, por el simple hecho de ser mujeres.
Hay otros temas: La brecha salarial entre mujeres y hombres; el restringido acceso de mujeres a su desarrollo y avance laboral resultado de los “techos de cristal” y los “pisos pegajosos”; el reconocimiento del valor económico de las tareas del hogar y formas de hacer equiparable éstas con actividades remuneradas; la distribución equitativa de esas mismas tareas entre mujeres y hombres; el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, etc., son temas aún pendientes de atender.
Pasar de la representación simbólica de mujeres a una representación sustantiva que refleje efectivamente el interés de las representadas es una expectativa del escenario político para los próximos años. Si bien es cierto que se gobierna para todas las personas, también es verdad que la democracia necesita a las mujeres, tal como lo establece la ONU, y en ese sentido, ya veremos si los gobiernos encabezados por mujeres logran traducir los intereses de todas en una agenda política.