COMPARTIENDO OPINIONES

Intromisión

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Probablemente, la tensión diplomática que se ha formado entre México y Ecuador ha acaparado los títulos y la polémica en redes sociales y en los medios de comunicación. Un conflicto que fácilmente se pudo haber evitado en el cual, la ideología y la imprudencia ha afectado las relaciones entre dos países que eran tranquilas.

No cabe duda que las peores confrontaciones son aquellas que pudieron haberse evitado, pero cuando hay poca disposición, estos lamentables eventos surgen. Pero esto no ocurre solamente entre las naciones, sino también en nuestras personas.

Tristemente, en muchos casos, nosotros también “invadimos” los ámbitos privados, donde el morbo y la soberbia, y no la inteligencia ni la prudencia, hacen que nos metamos en lo que no nos importa. Un fenómeno ampliamente constatable en las redes sociales, en las que el destruir la reputación de las personas y machacar los errores que a veces se cometieron hace años son parte de una “meta”.

En dos de sus catequesis nos habla el Papa de dos actitudes, que se encuentran en este conflicto: la soberbia y la ira:

“Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo arruina las relaciones humanas, a subrayar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres.

“He aquí la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido al vicio de la soberbia: el hombre orgulloso es altivo, tiene una ‘dura cerviz’, es decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con facilidad juzga despreciativamente: por una nadería, emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces. En su arrogancia, olvida que Jesús nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. Te das cuenta de que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida.

“Poco se puede hacer con una persona enferma de soberbia. Es imposible hablar con ella, y mucho menos corregirla, porque en el fondo ya no está presente a sí misma. Sólo hay que tenerle paciencia, porque un día su edificio se derrumbará.

“La ira es un vicio que destruye las relaciones humanas. Expresa la incapacidad de aceptar la diversidad del otro, especialmente cuando sus opciones vitales difieren de las nuestras. No se detiene ante los malos comportamientos de una persona, sino que lo arroja todo al caldero: es el otro el que provoca la ira y el resentimiento. Se empieza a detestar el tono de su voz, sus banales gestos cotidianos, sus formas de razonar y de sentir. 

“Cuando la relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. Porque, a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el tiempo. En esos casos, incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar el peso de los malentendidos, lo magnifican. Es importante que todo se resuelva inmediatamente, antes de la puesta del sol. Si durante el día surge algún malentendido y dos personas dejan de entenderse, percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. Así es: cuando una persona está dominada por la ira, siempre dice que el problema está en la otra persona; nunca es capaz de reconocer sus propios defectos, sus propias faltas.

“Sobre el tema de la ira, hay que decir una última cosa. Es un vicio terrible, hemos dicho, está en el origen de las guerras y la violencia. La introducción de la Ilíada describe ‘la ira de Aquiles’, que será causa de ‘infinitos lutos’. Pero no todo lo que nace de la ira es malo. Los antiguos eran muy conscientes de que hay una parte irascible en nosotros que no puede ni debe negarse. Las pasiones son hasta cierto punto inconscientes: suceden, son experiencias de la vida. No somos responsables de la ira en su surgimiento, pero sí siempre en su desarrollo. Y a veces es bueno que la ira se desahogue de la manera adecuada. Si una persona no se enfadase nunca, si no se indignase ante la injusticia, si no sintiera algo que le estremece las entrañas ante la opresión de un débil, entonces significaría que esa persona no es humana, y mucho menos cristiana.

“Existe una santa indignación, que no es la ira, sino un movimiento interior, una santa indignación. Jesús la conoció varias veces en su vida: nunca respondió al mal con el mal, pero en su alma experimentó este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en el Templo, realizó una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino por el celo por la casa del Señor. Debemos distinguir bien: una cosa es el celo, otra cosa es la ira, que es mala”.

padreleonardo@hotmail.com