El mundo está cambiando. Nunca las noticias internacionales habían tenido tanta relevancia como ahora. Las guerras en apariencia distantes están más cerca que nunca y el estruendo de los combates resuena las latitudes de los cinco continentes.
Hoy todo es geopolítica y el futuro de las naciones y las poblaciones que las habitan está determinado por ella en sus prospectivas económicas, desarrollo y paz duradera, sujetas inevitablemente en menor o mayor medida a lo que los filósofos materialistas llaman la dialéctica entre los imperios y las naciones.
No es un asunto menor que una nación pierda la hegemonía del mundo, pero la historia es así.
Todos los imperios pasan por periodos de acenso, auge y caída sin excepción. Recientemente, el presidente israelí Benjamín Netanyahu, aliado a los Estados Unidos en Medio Oriente, recibió un rechazo generalizado en la propia ONU, cuando más de la mitad de las delegaciones de los países del mundo abandonaron el enorme recinto para expresar su condena a la política beligerante que ha propiciado un genocidio de 40 mil palestinos en Gaza.
Esta guerra asimétrica para muchos analistas, incluso estadounidenses, es una ruptura de liderazgo de los Estado Unidos por la desconfianza y la alerta que enciende en las naciones no aliadas, llamadas también “Sur global”.
La amenaza para las naciones es que los sionistas en Israel que alientan la guerra, mantienen una imaginación religiosa basada en el odio hacia el “otro” y la “inferioridad” de éste, así como su destrucción, lo cual significa que todo aquel que no sea judío, sajón o sionista está en riesgo y amenazado, y ese ha sido el terrible mensaje que Israel ha dado al mundo.
Una intolerancia destructiva y no sólo para los países más débiles, sino también para los mismos que alimentan la guerra por las reacciones igualmente bélicas que naturalmente provocan en los países violentados. Bajo estas circunstancias, un mundo multipolar resulta no sólo saludable sino necesario.
Es mejor que sean dos o incluso tres naciones las que concentren el poder, que una sola nación que use su fuerza sin contrapesos y más aún cuando esta nación tiene fuerte inclinación racista de sus dirigentes políticos.
De hecho, el politólogo estadounidense Michael Brenner cuestiona la viabilidad de un liderazgo norteamericano que avanza con la moral rota dirigida por una oligarquía neoconservadora que piensa que en el juego de poder geopolítico todo es fuerza y garrote. Al parecer no es así.
No basta para ninguna nación acumular bombas y recursos bélicos únicamente, el liderazgo requiere de otras cosas y el rechazo a Netanyahu en la ONU lo demuestra. Los griegos que también fueron imperio lo dejaron de enseñanza.
La euforia propia de los imperios nacientes -decían-, conduce a la soberbia durante su auge y si ésta no se detiene, da paso a la locura que a su vez condena al imperio a su decadencia. En efecto, si el país hegemónico pierde mayoritariamente la confianza de la comunidad internacional está precipitando un colapso inevitable.
Qué consecuencias tendrá un eventual nuevo orden mundial donde el poder se reparta en más de una nación dominante. Habrá consecuencias económicas para Norteamérica y por tanto para todo el vecindario occidental, pero al final después del delirio y la agitación el río volverá a su cauce, pero será un río disminuido. Mientras la mala política prevalece en occidente, las naciones del “Sur Global” se unen y buscan alianzas con naciones en ascenso atemorizadas del exterminio que han visto en Palestina y Líbano.
Si Estados Unidos no convence a través de Israel que la vida y la propia existencia es un derecho de todos los pueblos del mundo y no sólo de su bloque geoestratégico, la escalada será inevitable y con ella la unidad y fortalecimiento de un bloque hostil de una fuerza económica y militar formidable que compromete cada vez más su propia hegemonía.