El marido llegó a su domicilio en hora inesperada y sorprendió a su esposa en ayuntamiento carnal con un sujeto. Al verlos prorrumpió en denuestos contra ambos. A ella la llamó “vulpeja” -o sea zorra-, “pendona” y “meretriz”; a él le dijo “hideputa”, “bellaco mal parido” y “rufián”. Luego, dirigiéndose a la mujer, le preguntó furioso: “¿Por qué haces esto?”. Con ejemplar sinceridad y encomiable laconismo respondió ella: “Por dinero. ¿De dónde crees que salió para comprar el coche que te regalé en tu cumpleaños, y de dónde saco para pagar el alquiler del departamento, y la cantidad que cada mes te doy para tus gastos?”. “Ah, ya veo -dijo el marido al tiempo que refrenaba su ira-. Entonces esto es cuestión de negocios, no de adulterio”... La señorita Peripalda les dijo a sus pequeños alumnos del catecismo: “Las niñas y los niños que se portan bien se van al Cielo. ¿A dónde van los niños y las niñas que se portan mal?”. De inmediato respondió Pepito: “A la parte de atrás de la iglesia”... Don Poseidón, granjero acomodado, fue a la granja vecina a buscar a su compadre, pues le había prestado un caballo semental y quería saber cómo se había desempeñado el noble bruto en su tarea generativa. El compadre había salido, pero su esposa le informó a don Poseidón: “El caballo no ha funcionado, compadre. Ni siquiera mira a la yegua”. El granjero le pidió a su comadre un cepillo de alambre y con él frotó fuertemente el lomo del animal. Tras aquel frotamiento el caballo cobró vigor inusitado, y de inmediato cumplió con gallardía su deber de semental. Pasados unos días don Poseidón se topó con su compadre, el dueño de la yegua. Le preguntó, alarmado: “¿Qué le pasa, compadrito? Noto en su rostro una expresión de pena, un gesto de dolor”. Con lamentosa voz respondió el otro: “No entiendo a mi mujer, compadre. Desde hace una semana le ha dado por frotarme todas las noches con un cepillo de alambre. ¡Viera como traigo la espalda!”... (Nota. Como cuera tamaulipeca la traía el lacerado, hecha tiras)... En cierto pequeño pueblo la presidencia municipal abrió una nueva oficina encargada de otorgar los permisos para construir. El primer día se presentó un vecino que iba a hacer su casa, y pidió la autorización correspondiente. “¿Trae los planos?" -le preguntó el jefe de la dependencia. “Aquí están” -respondió el solicitante. El funcionario les echó una ojeada, vio que estaban bien y los firmó y selló. “Aquí tiene usted su autorización” -le dijo. Dos semanas después otro vecino fue a solicitar un permiso igual. En esta ocasión lo atendió una secretaria. Después de hacerlo esperar dos horas, la muchacha lo pasó con un empleado secundario. “¿Trae usted los planos?”. El vecino se los mostró. Le indicó el subalterno, imperioso: “Vaya a sacarles siete copias, entregue una en cada ventanilla y espere 45 días. Luego venga a preguntar cuándo recibirá la respuesta”. “¡Oiga! -protestó el señor-. ¡Un amigo mío vino a hacer este mismo trámite el primer día que abrió esta oficina, y en 10 minutos le dieron la autorización!”. “Sí -concedió el burócrata-. Pero eso era antes de que nos organizáramos”... Me pregunto si habrá en el mundo otro país donde se necesiten tantos trámites para hacer cualquier cosa como en México. Quizá el burocratismo nos llegó de España, el reino del papel sellado, pero acá lo hemos hecho llegar a extremos kafkianos. Las dificultades que afronta el ciudadano para hacer cualquier gestión son tantas y tan grandes que dan origen a vicios como el llamado coyotaje, y a muchas formas de corrupción. En cierta ocasión se intentó hacer una simplificación administrativa, y se creó una dependencia especial para llevarla a cabo. Desgraciadamente, las cosas en la oficina de simplificación se complicaron tanto que no fue posible cumplir los trámites para establecerla. Y es que la burocracia está muy burocratizada, y nadie la quiere desburocratizar; el que la desburocratice será un buen desburocratizador...
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