Doña Macalota, la cónyuge de don Chinguetas, se estaba duchando cuando de pronto entró al baño Famulina, la joven y linda mucama de la casa. Doña Macalota se asombró grandemente, pues la muchacha iba por completo nuda, quiero decir sin ropa. Famulina quedó confusa al ver a su patrona. “Perdone usted, señora -se disculpó azorada-. Pensé que el que se estaba bañando era el señor”... Conocí a doña Gorgona. Cuando de ella hablo no puedo menos que recordar aquella lápida funeral cuyo epitafio dice: “Aquí yace la señora Fulana de Tal. Hija ejemplar. Madre abnegada. Esposa regular”. Menos que regular era aquélla. Fiera mujer, como su nombre indica, tenía carácter áspero, díscolo, ácido. Trataba con rudeza a su marido; lo afrentaba y hacía objeto de humillaciones y desprecios. Pasó a mejor vida la tal doña Gorgona. Su cuerpo fue incinerado, pues así lo ordenó ella. Pasó algún tiempo -quizás una semana- y don Sulpicio, su viudo, tomó la urna que contenía las cenizas de su finada cónyuge, la llevó a campo abierto, y tras abrir la urna se dirigió en los siguientes términos a las cenizas: “¿Recuerdas, viejita, que nunca me dejaste cumplir mi sueño de tener un auto deportivo? Pues mira”. Y presentó un flamante convertible rojo. Volvió a dirigirse a las cenizas: “¿Recuerdas, viejita, que decías que no podría yo encontrar una mujer mejor que tú? Pues mira”. Y señaló a una estupenda morena de exuberantes curvas que en el auto lo esperaba. De nueva cuenta, don Sulpicio les habló a las cenizas: “¿Y recuerdas, viejita, que decías que yo ya no soplaba? Pues mira”. Y así diciendo sopló con todas sus fuerzas sobre la urna, de modo que a las cenizas se las llevó el aire... Este relato no tiene moraleja. El escribidor que lo pergeñó no cree ni en los moralistas ni en las moralejas. Quizá mis cuatro lectores -y lectoras- le hallen una... Un dicho señala, categórico: “Los extremos se juntan”. Pero a veces los que se juntan son los centros. (“Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen”, decretó mi señora abuela, mamá Lata, cuando una nuera suya le expresó su inquietud porque su hija, muchacha muy bajita de estatura, se iba a casar con un proceroso galán de 1.90 de estatura). Debo reconocer, no obstante lo ya dicho, que a veces los extremos sí se juntan. El león era el más fuerte animal de la selva, y el monito el más débil. El feroz felino oyó decir que el mico era un gran conversador, y fue a buscarlo. Cuando el mono lo vio venir se trepó apresuradamente a lo alto de una palmera, temeroso. El león lo tranquilizó; le dijo que lo único que deseaba era charlar con él. “Si bajo de aquí -respondió el monito- me comerás, seguramente”. “Podría hacerlo -replicó la fiera-, quia nominor Leo (porque me llamó león), pero no es ése mi propósito. Y para probarte la bondad de mi intención me ataré yo mismo las patas delanteras y traseras con estas fuertes lianas, y así podrás bajar de tu refugio para tener un rato de palique”. “¡Eso es peor!” -se asustó el mono. “Palique, amigo mío -aclaró el león-, quiere decir conversación intrascendente, charloteo. Anda, baja, que estoy atado ya y sin movimiento”. Cauteloso, con recelo, se avino el mono a dejar el amparo de la altura y descendió de la palmera. Se cercioró muy bien de que el león estaba impedido de todo movimiento, atadas como tenía las cuatro patas por las resistentes ligaduras que él mismo se había puesto, y se le acercó, tembloroso. “¿Por qué tiemblas así? -le preguntó el león-. Ya ves que estoy atado y no puedo moverme. ¿Por qué estás tan nervioso?”. Tímidamente respondió el monito: “Es que es la primera vez que voy a despacharme un león”... FIN.
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