“Mi esposa es indiferente en la cuestión sexual”. Eso le contó un tipo a otro. “La rutina es enemiga de la pasión -sentenció el otro-. Ahora que llegues a tu casa hazle el amor a tu señora sorpresivamente, ahí donde se halle”. Al siguiente día el consejero le preguntó al tipo: “¿Dio resultado mi sugerencia?”. “Bueno -relató éste-. Mi mujer siguió indiferente, pero las amigas con las que estaba merendando mostraron bastante interés en lo que hice”... La madre de Susiflor se inquietaba por el futuro de su hija. La interrogó, nerviosa: “Ese hombre con el que estás saliendo ¿es formal?”. “Claro que sí, mamá -le aseguró la chica-. Ya tiene 15 años de casado”... Don Cucoldo y su compadre Pitorrango tomaban la copa en la cantina Modotti. Declaró don Cucoldo: “Creo en la reencarnación. En mi próxima vida espero reencarnar en toro, con un par de grandes cuernos”. Observó Pitorrango: “Ah, entonces ya le gustó, compadre”... Los refranes están hechos con un mínimo de palabras y un máximo de buen sentido. Eso significa que las máximas deben ser mínimas. “Los dichos de los viejitos -dice un dicho- son evangelios chiquitos”. No es por llevar la contraria, pero yo no me fío mucho de los refranes. Por principio de cuentas algunos se contradicen entre sí. Uno afirma: “A quien madruga, Dios lo ayuda”. Otro lo niega: “No por mucho madrugar amanece más temprano”. Luego, el refranero de los diversos pueblos es bastante misógino. Se ve que los adagios están hechos por hombres, desde Salomón, que después de follar con la reina de Saba se ponía a dictar proverbios contra la lujuria, hasta el rústico filósofo machista que postuló aquello de “La mujer, como la escopeta, cargada y en un rincón”. Finalmente, los dichos generalizan siempre; postulan reglas fijas, y no admiten eso que da a la vida su sabor: las excepciones. Por fuerza debe haber habido algún camarón que se durmió y no se lo llevó la corriente. La llamada sabiduría popular tiene a veces mucho de popular y poco de sabiduría. Una antigua sentencia, por ejemplo, condena al que anda a la vuelta y vuelta, “como burro de noria”, y que por tanto a ninguna parte llega. Pepito, sin embargo, contradijo ese concepto. Su padre regresó cierto día de un viaje y vio a su crío en una flamante bicicleta. “¿De dónde sacaste ese biciclo?” -preguntó el señor, que no gustaba de ver la misma palabra repetida en un mismo parágrafo. “La compré con mi dinero” -repuso, ufano, el muchachillo. Inquirió -que no preguntó- de nuevo el genitor: “Y ¿cómo obtuviste esa suma?”. “Caminando alrededor del parque” -replicó Pepito. “No entiendo” -se intrigó el papá. “Cuando tú sales de viaje -explicó el niño- el vecino viene a visitar a mi mamá; me da 50 pesos y me dice: ‘Anda, Pepito; vete a dar una vuelta’”… El juez interrogó a la bella mujer: “¿Dónde se encontraba usted a la hora en que se cometió el delito?”. “Estuve toda la noche en la cama, señor juez -afirmó ella-. Y tengo ocho testigos para demostrarlo”…
Don Poseidón, granjero acomodado, viajó a la ciudad con doña Holofernes, su mujer. A cargo de la granja quedó su hija mayor, Glafira. En la cuadra estaba El Ventarrón, finísimo caballo pura sangre que había ganado todas las carreras en las ferias comarcanas, por lo cual era muy buscado como semental. Llegó un individuo a la granja, y antes de que explicara la razón de su visita, Glafira le informó: “Si viene por El Ventarrón, sus servicios de semental los cobra mi papá en 5 mil pesos”. “No vengo por eso -masculló el visitante, hosco y atufado-. Vengo porque tu hermano preñó a mi hija”. “Ah, caray -se desconcertó Glafira-. No sé cuánto cobre mi papá por los servicios de mi hermano”... FIN.
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