“...’Yo soy una pobre viuda / que habita en la soledad. / Abandoné a mi marido / por seguir mi libertad. / Señor: ¿por casualidad / conoce usté a mi marido?'. / 'Señora, no sé quién es. / Deme una seña y le digo'. / 'Mi marido es alto y rubio. / Mal parecido no es. / En el puño de la mano / tiene un letrero francés'. / 'Por las señas que me da, / su marido muerto ha sido. / En la batalla de Puebla / quedó en el campo tendido'. / La viuda se contentaba. / Sacó el vestido café. / Se miraba en los espejos: / '¡Qué buena viuda quedé!'. / 'Señora, si usted quisiera / nos casaríamos los dos, / con la voluntad mía y suya / y la voluntad de Dios'. / 'Señor, yo se lo agradezco, / pero eso no puede ser, / porque yo tengo un amante / y ya he sido su mujer'. / Y el otro sacó la espada / y el pecho le atravesó. / 'Traidora, yo soy tu esposo / que de la guerra volvió'. / Cuando la viuda moría / el puño le alcanzó a ver, / y un letrero que decía: / 'El amor debe ser fiel'. / Ya con esta me despido / con la rosa de un rosal. / Se murió la palomita. / La mató el águila real"... Canté esa antigua canción en una memorable noche bohemia en casa de Alfonso Gómez Lara, gran arquitecto, notable acuarelista, sapiente bon vivant y, por encima de todo, extraordinario amigo. Cuando acabé de cantarla una de las invitadas comentó: “¡Qué canción tan sexista!”. Me sorprendió la acotación. En aquellos años -los sesenta del pasado siglo- no había canciones sexistas, ni feministas o machistas. Había simple y sencillamente canciones, y ésa se cantaba en el Potrero desde que en el Potrero se cantaba. Ahí la aprendí yo de labios de rancheros, entre humos de fogata y de cigarros de hoja; entre tragos de estrellas y mezcal. Quien hizo aquel comentario fue Nancy Cárdenas, coahuilense, nacida en Parras, pueblo mágico rico en tradiciones y en estilo donde los parrenses cumplen cada día, para felicidad del visitante, en excelentes restoranes y hoteles, las principales obras de misericordia: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, y donde se producen desde el siglo XVI vinos que cuando los bebes parece que te estás bebiendo el paraíso. (“El que a Parras vino, y no vino a beber vino, ¿entonces a qué chingaos vino?”). Nancy Cárdenas es uno de los muchos orgullos de ese bello lugar de mi natal Coahuila. Autora y directora teatral, fue acendrada feminista y luchó contra toda surte de tabúes y discriminaciones. Por eso me alegró saber -lo leí en la sección de Cultura de Reforma- que esa ilustre coahuilense figura en un grupo de mujeres de teatro que han enriquecido los escenarios nacionales, y cuya obra se reconoce en un libro, “Mujeres escribiendo mujeres”, publicado por Medeas, Red de Jóvenes Investigadoras de la Escena. Saludo esa iniciativa y la aplaudo con ambas manos, para mayor efecto. Lo hago porque conozco la gran aportación que en nuestro país han hecho las mujeres a la dramaturgia y a la escena. También mi madre, primera dama en el escenario y fuera de él, dedicó su vida a hacer teatro. Quiero decir que dedicó su vida a hacer vida... Entre los autores teatrales y los críticos ha habido siempre una pugna irreductible. Cierto dramaturgo invitó a un crítico teatral al estreno de su obra. “Trae a un amigo -le dijo-, si es que todavía te queda alguno”. Respondió el crítico: "No puedo asistir al estreno de tu obra, pero iré a la segunda representación, si es que hay una segunda representación"... Laurencio Garrico era un pésimo actor. Cuando dijo el monólogo de Hamlet fue abucheado por el público. Le reclamó, enojado, al auditorio: “¿Por qué me abuchean? ¡Yo no escribí esas babosadas!”... FIN.
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