La renovación moral no ha llegado todavía al “orgullo de mi nepotismo”, como llamaba don Pepe a su hijito del alma, el inefable —entonces brillante, inteligente, luminoso y genial— José Ramón. José Ramón sigue viviendo de los mexicanos y vive, naturalmente, como príncipe. Pero no sólo a él se le ha dado regia chamba sino que don Miguel de la Madrid le dio un magnífico consulado —el mejor del mundo— al suegro de José Ramón. El viejuco es nuestro cónsul general en Los Angeles. El representante de México donde más mexicanos hay fuera de México es el consuegro de don Pepe, el suegro del todavía príncipe José Ramón López Portillo. El otro acomodado es el yerno de don Pepe, aquel muchachito De Teresa que es el agregado cultural de la embajada de México en París. Él y su mujercita —hijita de la sinfónica doña Carmen y de don Pepe el de Rosa Luz— viven en el esplendor parisino...
¿Será eso la renovación moral? ¿No suena esto a nepotismo del nepotismo? ¿No hubiera sido mejor —ya que tantos males padecemos— por ellos que todos se hubiesen retirado a vidas calladas, a vidas si no de purgatorio sí de lejanía total a los quehaceres públicos? Son fuentes de irritación permanente.
En Inglaterra —donde sí quieren a la reina y donde sí eligieron a la señora Thatcher— acaba de haber un incidente que muestra la irritación de los pueblos. ¿Quién sabe qué pasaría en México si en lugar de tener manifestaciones de acarreados se nos permitiera ir al Zócalo a gritar libremente lo que se nos anida, a veces con furia, en el pecho. Por lo menos gritar ¿verdad?
El primero de mayo —imagínese la represión— una de las colonias del Ajusco fue acordonada por la policía para que no saliera nadie. Temían que sus habitantes fueran al Zócalo a gritar...
El príncipe Carlos de Inglaterra es el único miembro de la casa real inglesa que no recibe subsidios y que paga impuestos. Como príncipe heredero es dueño de bienes que le producen anualmente un millón doscientas mil libras. Eso es alrededor de un millón y medio de dólares. El año pasado el príncipe Carlos pagó el equivalente a 380 mil dólares de impuestos.
Nuestros gobernantes van a hacer declaraciones -claro, siempre con pompa y circunstancia, no como mexicanos mortales- de impuestos pero jamás sabemos ni cuánto tienen, ni cuánto ganan. Son, por lo visto, secretos de Estado. Y cuando declaran ¿declararán todo? ¿Podrá uno, como ciudadano, averiguar lo que ganan y lo que tienen?
Si nosotros no lo sabemos de nuestros gobernícolas, los ingleses, ciudadanos fervorosos, sí saben siempre los negocios monetarios de sus gobernantes. Sin embargo, el príncipe Carlos fue invitado a visitar unas instalaciones y un grupo de vigorosos ingleses lo esperaban con pancartas donde tenían pintadas grandes orejas —alusión evidente— y roncas voces que gritaban: “Parásito. Parásito. Parásito”.
La policía recogió las orejas —no las del príncipe sino las de las pancartas— pero no acalló las voces. Voces, en ese caso, injustas porque el príncipe, como dije, no recibe subsidios y paga impuestos.
Imagínese usted. ¿A cuántos en México sí podríamos, con toda justicia, gritarles: “Parásitos. Parásitos. Parásitos”...? Pero en México eso sería, según los gobernícolas y sus amanuenses, autodenigración. Y, pronto, si nos descuidamos, a todos los que criticamos al gobierno querrán llamarnos traidores. El juego consiste en que los mexicanos debemos confundir al gobierno con la patria. Y… Ique no se hagan ilusiones!. Ellos son sexenales. México no. ¡Parásitos. Parásitos. Parásitos!
Mayo 22 1985