Ya de pequeño, en Nuevo Laredo,bajo los ramajes de la lumbre del sol o en la punzante oscuridad tejida entre guirnaldas de grajea, él, Gilberto Puente, ajeno a las intemperancias, vibraba lo que en sus orígenes fuera cítara.
Yo no soy aficionado al rasgueo de cuerdas. Asocio las guitarras a la desolación del subdesarrollo. Para los recitales siempre pensé en la magnificencia de un piano y así como solitario espiritual, el bucólico aliento de la flauta. Una guitarra sin el grito oriental de Andalucía, sola, me parecía pobre, sin la nostalgia del laud y sín la aristocracia del arpa.
Una guitarra, por mi prejuiciosa ignorancia, era para alimentar corridos, para el bailoteo de las polcas o para jinetear el ocio de los peluqueros cuando el ajedrez solapaba espacios o las conversaciones no derretían el aburrimiento.
Alguna vez, por pretensiones culturalizantes, fui a oír a quien llamaran excelso en el menester de la guitarra, para quien don Manuel M. Ponce compusiera conciertos y que se llama Andrés Segovia.
Tocó arreglos de Bach, de Mozart, del Padre Soler. No me conmovió ni el zapateo digital ni su postura de aerolito trascendente.
Fue una mala noche, tal vez. En el instante en que iba a dejar caer sus hispánicos dedos sobre el antropomorfo instrumento, algulen, no sé a qué distancia y fuera del recinto, profanó la atmósfera con el eco de un silbido de arriero. Segovia, con teatralidad de Júpiter Olimpico pero con estatura de Madero, hizo un gesto de María Tereza Montoya en Locura de Amor y durante cinco hieráticos minutos estatuario se negó a tocar. Eso fue en Laredo y hubimos de soportarle su insolencia y sus histriónicos afanes.
Según comentarios de intermedio, aún guardados en mi memoria a pesar de los lustros, tocó de una manera magistral, extraordinaria y meneadora hasta de los sentimientos óseos. Yo sólo retengo el gesto de fuchi, el desaire, el desdén, el desprecio por un público atento, amable, cordial y deseoso de aplaudirlo. Ultrajado por el silbido -quien lo perpetró jamás debe haber sabido la conmoción que produjo- Segovia conservó la boca como de solterona frígida y la nariz como de cacarizo con urticaria. Tal vez, tal vez, el pobre Andrés Segovia esa noche tenía algún vilipendioso cólico o desventurados movimientos peristálticos. Me dejo, pues, la guitarra para los mariachis, para viejas canciones nostálgicas o para fondo musical de películas del Indio Fernández.
El sábado pasado Gilberto Puente dio un recital en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Fui a oírlo por varias razones, por simpatía personal, por admiración a un hombre que ha fundado y sostenido una escuela de música en Nuevo Laredo, por solidaridad de paisano y porque sabía que la guitarra en sus manos era arpegio y ritmo, sonoridad y hondura.
No escuché la primera parte porque andaba testimoniando la boda de nuestro Edmundo Valadés entre sonrisas, buenos deseos y la majestad de la ley. ‘Llegué a Bellas Artes un momento antes de que terminara el intermedio.
Aún no salgo de mi asombro. No porque Gilberto Puente tocara bien, que eso ya lo sabía y no requería mi comprobación, sino por lo exitoso de la presentación. La sala estaba no sólo llena sino repleta. Había gente sentada en el suelo y muchos de pie. Era un público distinto al que yo conocía, era distinto al perfumado y empielado que conozco pero más atento, más vibrante, más entregado.
Salí con dos satisfacciones: el éxito de Gilberto Puente y el éxito del público. Ese es el México que avanza.
11 de noviembre de 1975