“Estamos avergonzados de ti -le dijeron sus amigos a Morosio-. Supimos que le besaste las manos al gerente del banco cuando te prestó el dinero que le pediste”. “Es cierto -reconoció el cínico sujeto-. Y no se imaginan lo que tendrá que besarme él para que yo le pague”... Un buen amigo mío tiene en Estados Unidos una hija. Fue ella a visitar a su esposo, oficial del Ejército americano, asignado a una base militar en Alemania. Al tomar el vuelo hacia Berlín, el empleado de la línea aérea le hizo una pregunta de rutina: “¿Trae usted consigo algo que alguien le pidió llevar?”. Respondió ella: “La mamá de mi esposo me dio un paquete para que se lo entregue en Alemania a su hijo”. Hizo una pausa el empleado y luego le preguntó: “¿Está usted en buenos términos con su suegra?”... Don Feblicio y doña Gelia, esposos, reñían constantemente. En cierta ocasión su pelea alcanzó proporciones homéricas. Él le dijo a ella: “Cuando mueras voy a poner en tu lápida estas palabras: ‘Aquí yace Gelia, mi mujer, fría como siempre’”. Replicó la señora: “Y si tú mueres antes, yo pondré esta inscripción sobre tu tumba: ‘Aquí yace Feblicio, mi esposo, tieso al fin’”... Dos esquimales adolescentes vestidos con sus parkas, gruesas ropas de piel que las mujeres y hombres habitantes de aquellas gélidas regiones usan, y que los cubren de la cabeza a los pies, estaban viendo un ejemplar de la revista Playboy que un cazador blanco llevó en su equipaje. Le dijo uno de los esquimales, asombrado, al otro: “¿De veras nuestras mujeres tienen también todo eso?”... Doncelia era la hija única del señor Terracio, el dueño de la hacienda. Soltera, ya no estaba en su abril ni en su mayo: andaría más bien por su julio o su agosto. Cierta mañana la madura joven andaba todavía sin arreglar, con papelitos rizadores en su cabeza, ataviada con una bata media rota y calzada con unas chanclas viejas. En eso se oyó tropel de caballería. “¡Mano Poderosa! -exclamó asustada la nana de Doncelia-. ¡Son los revolucionarios, esos malvados que se roban a las mujeres y las hacen objeto de sus más bajos instintos!”. “¡Qué barbaridad! -dijo Doncelia-. ¡Y yo en estas fachas!”... La palabra “contento” significa alegre, satisfecho, pero quiere decir también contenido. El adjetivo se aplica a quien se contiene, a quien no excede los límites que le corresponden. De hecho los dos términos se relacionan: estás alegre y satisfecho porque estás contento, limitado: no ambicionas más de lo que tienes. Ni envidioso ni envidiado, como dijo el clásico... Taisia les contó a sus amigas: “Mi marido me llamó ‘pervertida’”. “¡Qué barbaridad! -se consternó una de ellas-. Y tú, ¿qué hiciste?”. Respondió Taisia: “Me salí de la cama con mis cuatro amigos, nos vestimos y me fui con ellos”... En pleno acto del amor aquella señora empezó a hablar del alto costo de la vida. “Todo ha subido -le dijo a su esposo, ocupado en el in and out que el dicho acto requiere. Ha subido la gasolina, ha subido la luz, ha subido el gas. Ve al mercado y verás que han subido las tortillas, la carne, el pan, la leche, el aguacate, el limón... Todo ha subido”. “No todo -manifestó mohíno el señor, a quien afectó sensiblemente el inoportuno informe económico de su mujer-. Hay algo aquí que acaba de bajar”... FIN.
De política y cosas peores
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