Yo tengo en alta estima a José Vasconcelos.
Sé que fue hombre de pasiones, de contradicciones y de claudicaciones, pero sé también que fue hombre de cojones, si me es permitido el uso de esa palabra. Más de una vez desafió a los que hacían de México un botín, y siempre puso los valores del espíritu por encima de la burda materialidad de quienes en su tiempo detentaban el poder.
En una cosa se equivocó el Maestro de América. Dijo, desdeñoso, que el norte mexicano era el reino de la carne asada. Si hubiera probado un sabroso corte de carne de Sonora, de Chihuahua o Coahuila, se habría hecho súbdito permanente de ese reino.
Otro gran maestro, José Alvarado, escribió que una fritada de cabrito es un platillo más barroco que el más adobado mole oaxaqueño.
En este momento tengo frente a mí una carne asada, gruesa, jugosa, tierna, término medio rojo, café oscuro por fuera, color de rosa por dentro. (“Lo cocido, bien cocido; lo asado, mal asado”). Me he bebido un par de tequilas. El alma que en el agave mora y el carnal sabor de la carne me hacen evocar a Vasconcelos y decirle con respetuosa compasión: “¡De lo que se perdió, maestro!”.
¡Hasta mañana!...