Es la “Iglesia” más popular en el mundo. No hay un solo país que no tenga “feligreses”. Yo soy parte de ese credo desde que el “Papa” era brasileño (Joao Havelange), luego llegó uno suizo (Joseph Blatter) y ahora es italiano (Gianni Infantino).
Asistí a mi primera “misa” en la calle o en la primaria tal vez, no me acuerdo. Lo que sí es que todos los enanos queríamos ser parte de la ceremonia. Nos íbamos como pirañas sobre la hostia esférica.
No sé quién me adoctrinó en esta creencia o si la fe me llegó como una epifanía. Mi “bautizo” fue el Mundial de Estados Unidos 1994 y los primeros mártires que vi fueron Luis Enrique con la nariz rota (era penal y roja, pero el nazareno no marcó nada) y Roberto Baggio con la cabeza agachada luego de fallar el último penal en la Final contra Brasil, más lastimado del alma que el otro de la cara.
Después comencé a ver todas las eucaristías de 90 minutos que podía. Es decir, las que transmitían en los pocos canales que se veían en la televisión abierta en la ciudad. Miraba todo, desde Tampico y Madero contra el que sea. Ya era un creyente adicto a esa, para mí, nueva fe.
Me “confirmé” en 1997 cuando, en un viaje a Michoacán, en la casa de mis parientes encontré un catecismo en forma de teleguía con todos los partidos de todos los mundiales. Me aprendí todos los campeones y subcampeones, las sedes y los años.
Seguí alimentando mi espíritu a lo largo de mi vida y, en la universidad, me gané un boleto para conocer el “Santo Grial”, ese que levantaron los “apóstoles” Pelé y Maradona en la catedral de nuestro país y una de las más importantes del mundo.
La cita era un miércoles en Monterrey, pero ese día tenía tres exámenes cruciales. Sobra decir que reprobé las tres materias. Hay prioridades. No me cansé de recriminarles a varios compañeros. “Hombres de poca fe, ¿por qué dudan? Como quiera nos vamos a graduar”.
Me iba a ir solo, pero me uní a un éxodo de otra carrera en la que tenía unos amigos. Casualmente tres salones tenían que viajar el mismo día, a la misma ciudad, a la misma hora y al mismo lugar: Cintermex. Viaje ida y vuelta me salió en 150 pesos, que conseguí cobrando un dinero que presté meses atrás. Pagué ese “diezmo” y me uní a la peregrinación. Más de 100 jóvenes nos encaminamos a la “Ciudad de las montañas”. Ellos a unas conferencias y yo a lo que iba. Decía mi abuelo que “el hábito no hace al monje”, pero yo me camuflé con ellos, de vestir y fajado, para no llamar tanto la atención.
Tres horas después llegamos a la “Tierra Prometida”, ese lugar donde el futbol y la soda fluyen como el agua: todo era futbol, en la sala asignada a la exposición de la Copa FIFA había futbolitos, gente jugaba futbol tenis, videojuegos de futbol, etc. Además, el patrocinador regalaba refrescos y, como yo no tenía hambre, pero sí mucha sed, me tomé como mil.
Al final pasamos a la “capilla” asignada para tomarnos la foto con esa Copa, que espero que un día alce la Selección. Las lenguas envidiosas me decían que era una réplica, pero ninguno de sus dueños tiene una foto con la réplica.
Para terminar esta humilde encíclica, en nuestra fe hay quienes practican el cristianismo y otros creen en el “Messías”. Al final es lo mismo. Es como las disputas entre Pedro y Pablo. Bienaventurados quienes los vemos compartir espacio en las mismas “sinagogas”. No va a volver a pasar algo similar en 100 años o más.
El futbol, una religión
Cada fin de semana, 2 mil millones de personas de todos los lenguajes del mundo miran, practican y debaten esta fe, que nos inculcan desde niños y hace que en 90 minutos o un poco más, vivamos una montaña rusa de emociones que hace salir al aborigen que tenemos en una parte recóndita del cerebro.
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