DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

El caminito de la felicidad

Escrito en OPINIÓN el

“¿De quién son estas pompitas?”. El enamorado novio le hizo esa pregunta a su flamante mujercita en la suite nupcial del hotel donde estaban pasando su noche de bodas. Ella, que nada sabía de los arrebatos líricos que inspira la pasión carnal, se ruborizó y no dio respuesta a la salaz pregunta. “¿De quién son estas pompitas?” -volvió a preguntar el excitado galán. Otra vez guardó silencio la cándida muchacha. Insistió él: “¿De quién son estas pompitas?”. Se oyó una irritada voz masculina proveniente de la habitación de al lado: “Ése que se encontró unas pompas y las anda voceando llévelas a la administración del hotel para que ahí las reclame la persona que las perdió y ya podamos dormir”... Posito, el hijo mayor de don Poseidón, cumplió 18 años, y su padre consideró llegada la edad en que el mocetón debía tener de las realidades de la vida una idea más clara que la que aporta el cuento de las abejitas y las florecitas. Había en el pueblo una mujer diestra en menesteres de fornicio, los cuales ejercía bajo el disfraz de un salón de belleza al que ella llamaba “estética” sin respeto alguno para la del maestro Vasconcelos. A su casa lo llevó don Poseidón. Le dijo al muchacho: “Esta señora te enseñará el caminito de la felicidad”. En efecto, la sabidora dama inició al asustado mancebo en eso del amor carnal, si bien no lo hizo en modo tan idílico y bucólico como el que Longo narra en su deliciosa obrita “Dafnis y Cloe”. Terminado el trance la maestra le dijo a su discípulo: “Traes las uñas muy largas, tanto que me dejaste la espalda como cuera tamaulipeca. Te las cortaré”. Y así diciendo procedió a llevar a cabo esa labor de manicura, por la cual no hizo cargo extra. Cualquiera que haya tenido trato con una sexoservidora más allá de lo meramente profesional sabe que quienes desempeñan ese oficio son por lo general personas de naturaleza generosa. Lo reconoció con inmenso señorío Rodolfo Rodríguez “El Pana”, torero inolvidable, al brindar simbólicamente un toro en la Plaza México a las buenas mujeres que le regalaron la tibieza de sus muslos -así dijo- cuando él no era nadie. Pocos brindis tan bellos como ése se han hecho en la rica historia de la torería. Pero advierto que me he apartado del relato. Vuelvo a él. En el trayecto de regreso don Poseidón le preguntó a su hijo si había conocido el caminito de la felicidad. El muchacho respondió que sí, pero acotó que el tal caminito le había parecido a él más bien autopista de 16 carriles. Pasaron unos días, y Posito se topó en una calle del pueblo a su maestra. Ella le preguntó, coqueta: “¿Te acuerdas de mí?”. “Claro que me acuerdo -respondió con rencoroso acento el mozalbete-. Usted es la mujer que me pegó las pulgas inglesas y luego me cortó las uñas para que no pudiera rascarme”. (Nota. Se llaman pulgas inglesas porque según los entomólogos gustan de anidar en las ingles)... Noche de bodas. La novia salió del baño al amor. Sus encantos se cubrían sólo con un negligé de encaje negro que hacía más visibles sus ebúrneas formas. Fue hacia su maridito, que la esperaba ardiendo en amorosas ansias, le echó los brazos al cuello y se untó a él, mimosa. Le preguntó con sugestivo acento: “¿Te gustan los niños, mi amor?”. “¡Sí, mi vida! ¡Sí! -respondió él trémulo de deseo-. ¡Me gustan mucho!”. “Qué bueno -dijo entonces ella-, porque has de saber que tengo dos”... La señorita Himenia tenía un perico, según uso y costumbre de las solteras de madura edad de su época. En las ausencias de su ama el tal cotorro se encaramaba a la barda del corral a fin de contemplar, indecoroso voyerista, las andanzas del gallo, lascivo esposo de las gallinas, al decir de Góngora, capaz de poner hálito poético hasta en lo más prosaico. Cuando el gallo se le subía a una gallina el loro lo animaba con estridentes voces: “¡Duro, gallito! ¡Duro!”. Sucedió cierto día que un súbito ventarrón hizo caer al perico en medio del corral. De inmediato el gallo corrió hacia aquélla que le pareció exótica gallina verde, e ipso facto se le trepó. El cotorro, entonces, le pidió con humildoso acento: “Suavecito, gallito; suavecito”... FIN.
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