Me da miedo esta máquina. Es más inteligente que yo.
Juego con ella al ajedrez, y ella juega conmigo del mismo modo que el pérfido gato juega con el ratón antes de darle por piedad la muerte.
¿Cómo es posible que este diabólico artilugio me ponga trampas como los gambitos que ponían a sus adversarios el maquiavélico Fisher o el artero Kasparov? Y caigo en ellas, igual que en la red la mariposa, y cuando vuelvo en mí ya estoy perdido, y el jaque mate, inexorable, me aguarda en dos jugadas.
Reniego de mí mismo cuando pierdo, y maldigo con las peores maldiciones que se le pueden decir a un aparato. Estoy seguro de que en su interior se ríe de mí, aunque cuida de que su risa no aparezca en la pantalla.
Odio a esta máquina. Cuando me vence -eso sucede casi siempre- me dan ganas de estrellarla contra la pared. Pero sé que no falta mucho tiempo para que una de sus hijas domine al mundo, y no quiero que vaya a denunciarme ante ella por haberla maltratado así.
Me da miedo esta máquina.
¡Hasta mañana!...