El límite más extenso de México es el compartido con Estados Unidos. En la columna anterior les platiqué de su límite marítimo en el golfo de México y de sus peculiares hoyos de dona. En esta ocasión nos desplazamos al límite fluvial, cuyo trazado se fijó en el tratado Guadalupe Hidalgo de 1848, como consecuencia de la guerra iniciada por Estados Unidos dos años antes.
Como todos los lectores saben, la delimitación coincide con el río Bravo (o Grande, como se le denomina del otro lado), desde el golfo hasta la altura de Ciudad Juárez y El Paso. En el documento de 1848 se consagró por primera vez el carácter fronterizo de este río, pero con anterioridad nunca había sido una frontera internacional, ni tampoco interna de México ni del virreinato de Nueva España.
Para responder a cómo el Bravo se convirtió en lindero no hace falta buscar ninguna razón natural, por mucho que sea un curso fluvial. Por el contrario, debemos tener en cuenta que Estados Unidos lo reclamaba como límite desde 1803. Esta cuestión se zanjó, aunque solo temporalmente, con el tratado Adams-Onís de 1819 que fijaba su frontera con Nueva España (después México) en los ríos Sabinas (Sabine), Rojo (Red) y Arkansas.
Pero, ¿por qué en concreto el río Bravo y no otro? Es más, ¿por qué un curso fluvial y no, por ejemplo, una línea recta? Vamos a ver los argumentos de Estados Unidos. Cuando Estados Unidos compró a Francia la Luisiana, en 1803, argumentó que el límite occidental de aquella región era el Bravo. El entonces presidente Thomas Jefferson se involucró enormemente en investigar y construir los argumentos históricos y geográficos.
Basándose en la llamada doctrina del descubrimiento, un principio básico del derecho internacional de aquella época, Jefferson señaló que Estados Unidos, al adquirir la Luisiana, se había convertido en el sucesor de los derechos de Francia. Ese país, afirmaba Jefferson, tenía derecho a poseer el territorio comprendido entre los ríos Misisipi y Bravo, ya que había sido el primer país europeo en descubrir y ocupar aquella costa en 1684. El detalle estaba en descubrir y ocupar: España, añadía, la había descubierto antes, sí, pero no la había ocupado. La Salle, el explorador francés al frente de la expedición, había sabido que la posesión efectiva española sólo llevaba hasta el “río de las Palmas” (lo que más tarde franceses y estadounidenses interpretaron como el río Bravo), por lo que al asentarse en la bahía de Matagorda, en Texas, tomó posesión de todo lo que había entre aquel río y el Misisipi.
De la doctrina del descubrimiento Jefferson también derivó los límites fronterizos. Partiendo del principio según el cual la posesión de una costa daba derecho a poseer todos los ríos que, desde su nacimiento, ahí desembocaran, el límite tenía que coincidir con la totalidad del curso del río Bravo, desde su boca hasta las Montañas Rocosas.
En las negociaciones del tratado de 1819 los argumentos de Jefferson fueron exitosamente rebatidos. Sin embargo, consumada la independencia de México, Estados Unidos volvió a insistir, hasta que en 1828 ambos ratificaron el tratado anterior. Pero en 1836 la naciente República de Texas hizo suya aquella reivindicación, con el desenlace que ya todos conocemos.
Se trató de una apuesta defendida especialmente por Sam Houston, con la que estaban en desacuerdo otros destacados políticos, que preferían mantener los ríos Medina y Nueces, los límites históricos de Texas con Coahuila y Tamaulipas, y de ahí al río Pecos. ¿Cuáles fueron los argumentos de Houston? Desde el derecho internacional, ninguno. Texas, a diferencia de Estados Unidos, no podía argumentar ser el sucesor de los derechos de Francia, ya que se había independizado de México. Al final, el único argumento fue la fuerza de las armas.
Ahora bien, la elección del río Bravo tuvo sus consecuencias, al dificultar el mantenimiento del límite fronterizo, como veremos en la siguiente ocasión.
Singularidades fronterizas mexicanas (5): el río Bravo
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