Lo diré sin perífrasis ni circunloquios, o sea, sin rodeos: el joven Impericio no sabía hacer el amor. Ignoraba del todo el arte del foreplay, esto es, de los deliciosos jugueteos que preceden a la realización del acto, y desconocía absolutamente las habilidades del performance, es decir, de los diversos modos de llegar al culmen de la recíproca entrega corporal. Casó Impericio con una avispada chica de nombre Pirulina, y en forma desmañada cumplió con ella en la noche nupcial su deber de esposo. Al terminar el imperfecto trance le preguntó a su mujer: “¿Soy yo el primer hombre con quien has hecho esto?”. Con paladina sinceridad respondió ella: “No. Y tomando en cuenta la forma en que lo hiciste creo que tampoco serás el último”... Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Tenía un tío rico y viejo sin más parientes que él, de modo que el tal Capronio era su único y universal heredero. Enfermó el señor, y en su lecho le preguntó con temblorosa voz a su sobrino: “¿Hay alguna esperanza?”. “Ninguna, tío -respondió, sombrío, Capronio-. El médico asegura que se va usted a salvar”... Un mes de casada tenía Susiflor cuando su marido le sugirió que probaran el sexo oral. Ella rechazó la sugerencia. Dijo: “Jamás he hecho eso”. Tras una pausa añadió recelosa: “A menos que hayas leído mi diario de soltera”... Cuatro amigos fueron de excursión al Cañón de la Huasteca, cerca de Monterrey, donde se elevan montañas majestuosas que fueron calificadas de “épicas” por Manuel José Othón. Ahí los altos muros de roca favorecen el fenómeno acústico conocido popularmente como eco. (Impopularmente no sé cómo se le conoce. Gritó uno de los regiomontanos: “¡Soy García!”. Repitió el eco: “¡García, García, García!”. Gritó el segundo: “¡Yo soy Garza!”. Y el eco: “Garza, Garza, Garza…”. Profirió el tercero: “¡Soy Treviño!”. Resonó el eco: “Treviño, Treviño, Treviño...”. Gritó el cuarto: “¡Soy Valdovinos!”. Dijo el eco: “Tú no eres de aquí, ¿verdá, pelao?”... Don Severino Calvínez dictó una conferencia sobre la decadencia de las costumbres en nuestra época. Dijo: “Acabo de ver una serie llena de toda clase de inmoralidades: adulterios, amancebamientos, actos sexuales entre hombre y mujer, entre hombre y hombre, entre mujer y mujer. ¡Pornografía, señoras y señores! ¡Pornografía pura! Así andan nuestros tiempos. ¿Alguna pregunta?”. Diez manos se levantaron: “¿Cómo se llama esa serie y en qué plataforma está?”... Don Draco, riguroso juez, ordenó que se hiciera una redada de sexoservidoras en el centro histórico de la ciudad. Los gendarmes le llevaron una docena de ellas. El letrado le preguntó a la primera: “¿A qué se dedica usted?”. “Soy asistente ejecutiva, señor juez -respondió ella-. No me explico por qué fui detenida”. Lo mismo alegaron las demás: todas eran asistentes ejecutivas. Sólo una dijo la verdad. Cuando el juez le preguntó: “¿A qué se dedica?” -respondió con insólita franqueza-. “Soy prostituta”. A don Draco le cayó bien la sinceridad de la mujer. Le preguntó: “Y ¿cómo va el negocio?”. “Muy mal, su señoría -contestó ella-. Hay en la calle demasiadas asistentes ejecutivas”... Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, tenía una hija, Sablina, que estudiaba piano con el maestro Pedalier. En una cena doña Panoplia declaró orgullosa: “Mi hija toca maravillosamente el Concierto de Ravel para la mano izquierda”. “¡Uh! -exclamó, desdeñoso, el novio de Sablina-. ¡Eso no es nada comparado con lo que sabe hacer con la derecha!”... Doña Acrimónica y doña Severia, socias de la Liga de la Decencia, fueron a la exposición artística y se detuvieron ante una pintura abstracta. La contempló largamente doña Acrimónica y le dijo a su compañera: “Estoy segura de que hay algo obsceno en este cuadro, pero no puedo determinar qué es”... FIN.
Redada de sexoservidoras
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