Recordemos hoy al buen ladrón, San Dimas. En la cruz, al lado de Cristo, oyó a Jesús decir sus palabras de misericordia: “Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen”. “Sí saben, Señor -acotó Dimas-. Lo que pasa es que se hacen mensos”... El niño Abraham, perteneciente a la comunidad judía, se portaba mal. Su padre y su mamá desesperaban, pues no lo podían corregir. El señor oyó decir que en la ciudad había un colegio católico, de jesuitas, especializado en hacer que volvieran a la buena senda los niños y muchachos de conducta descarriada. Inscribió, pues, como interno al pequeño Abraham en esa institución. Tres meses después el niño fue a pasar vacaciones en su casa. Se había operado en él un cambio milagroso: bien portado, atento, cortés y amable, era otro de aquél que había sido. Su padre fue al colegio y le preguntó al padre director qué habían hecho para lograr esa transformación. Explicó el jesuita: “El mismo día que usted nos trajo a su hijo lo llevé a la capilla y le mostré una imagen de Cristo clavado en la cruz, con su corona de espinas y la llaga en el costado. Le dije al niño: “Mira: éste es el primer judío que llegó aquí. Tú eres el segundo”... El buen Jesús iba camino del Calvario cargando su pesada cruz. Se llegó a él un hombre que le dijo. “Rabí: estoy casado con una mujer de pésimo carácter, áspera y dura. Mi existencia a su lado es un tormento. Aún te queda tiempo para uno de tus milagros. Haz que esa fiera desaparezca de mi vida”. Con voz doliente le respondió el Señor: “¿Me hablas de tormento cuando me ves así, sangrante y dolorido, llevando este madero al Gólgota, donde me van a crucificar? ¿Qué son tus sufrimientos comparados con los míos?”. “Sí, Señor -admitió, hosco, el sujeto-. Pero tú ya vas a llegar”... La nostalgia no es ya lo que era antes. Es cierto: lo que antes era ya no es. Pero ¡ah, cómo sigue siendo! Cargamos con nuestros muertos, dijo algún desolado pensador, y cargamos también con lo que nosotros mismos fuimos una vez. Yo fui un niño cuya niñez se suspendía en la Cuaresma, especialmente en la Semana Santa. Nada de juegos; nada de hablar en voz alta o canturrear por lo bajo una canción. Silencio en la casa, y silencio también en las moradas interiores. De esa opacidad sin ruidos nos sacaban solamente los rituales que había que cumplir: el sermón de las Siete Palabras; la visita a las siete casas; el pésame a la Virgen... Y luego otra vez de vuelta a aquel silencio que se volvía denso y ominoso el Viernes Santo a las 3 de la tarde, la hora de la muerte del Señor. Pero tras de la pena llegaba la alegría, primero con el sábado de Gloria y la traviesa quema de los judas; después el domingo, con el júbilo de la Resurrección anunciadora del regreso a la vida cotidiana, a la benévola rutina suspendida durante 40 días pesarosos y penitenciales. Todo eso ya se ha ido, unos dirán que para bien; que para mal juzgarán otros. Todos por igual reconocerán que el tiempo pasa, y que con eso vienen cambios inevitables, lo cual suspende todo juicio adverso o a favor. Sólo el cambio es eterno, dijo el que metió los pies en el río, el mismo río, el diferente río. Yo evoco sin demasiada pesadumbre aquellos días cuaresmales y pienso que los de hoy tienen más luz que los pasados, de inducida oscuridad. Nos ha tocado vivir en nuestra época una cuaresma que cumple un año ya. Para muchos estos sombríos tiempos han sido de calvario. Pero al dolor de la muerte seguirá la alegría de la resurrección. Si en ella no creemos, vana es nuestra fe. Con amor y esperanza sigamos el camino. Al final nos espera la vida, la eterna vida. En ella volveremos a ser. En ella volveremos a nacer... FIN.
Sábado de Gloria
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