La muerte tiene, entre sus variantes, la forma del suicidio. Tema polémico por la causa que representa: la decisión personal de suprimir la existencia por mano propia. Los motivos que conducen a esta determinación, razonables o irracionales, generalmente detonan por un desequilibrio emocional que desemboca en el inevitable acto.
En culturas remotas como la japonesa, tiene un valor ético, porque significa la máxima forma de consagrar el honor, de ahí la inmolación conocida como seppuku o harakiri. En la cultura maya, la figura de Ixtab, diosa del suicidio, es símbolo de religiosidad: vestigios de estelas sobre-relieve representan imágenes en afectación depresiva, próximas a cometer suicidio en búsqueda de la vida que sigue después de la presente.
En el mundo literario, el suicidio es una forma recurrente de terminar con la vida y despunta un alto repertorio de escritores que se suman a la posteridad, precisamente por tan difícil designio:
Manuel Acuña, 24 años, poeta romántico, ingiere cianuro de potasio al ser rechazado en sus pretensiones amorosas por Rosario de la Peña, musa de un grupo intelectual.
Cesare Pavese, 42 años, escritor existencialista, después de recibir un prestigioso premio literario se hospeda en un hotel de Turín donde toma 16 frascos de somníferos y deja escrito en la página final de su Diario: “No palabras. Un gesto. No escribiré más”.
Antonieta Rivas Mercado, 31 años, mecenas de artistas y artista ella misma, decepcionada por fracasos amorosos, se dispara con un revólver en la catedral de Notre Dame, París.
Emilio Salgari, 49 años, autor de famosas aventuras de piratas y creador de Sandokan, se aplica el harakiri, desequilibrado en su dolor por la locura de su esposa.
Alejandra Pizarnik, 36 años, poeta argentina, presa de un cuadro depresivo reiterado, y después de dos intentos anteriores, finalmente consigue su propósito ingiriendo 50 sobres de barbitúricos.
José Asunción Silva, 31 años, poeta colombiano atormentado por sus continuas depresiones y la muerte de su hermana, con quien se rumora tuvo amores incestuosos, pide a un médico amigo le marque con una cruz el sitio exacto del corazón y al día siguiente dispara ahí con una pistola.
Sylvia Plath, 31 años, poeta norteamericana, incapaz de sobrellevar su propia existencia, se asfixia con el gas de la estufa doméstica. Su hijo Nicolás se ahorca casi 50 años después, asediado por problemas psiquiátricos intermitentes.
Yukio Mishima, 43 años, novelista y dramaturgo, discípulo consentido del Premio Nobel 1968, incurre en el harakiri abriéndose el vientre frente a las cámaras de la televisión japonesa.
Por temor a llegar a ser víctima de la locura, la novelista inglesa Virginia Wolf, 59 años, llena las bolsas de su ropa con piedras y se introduce a un río, donde perece ahogada.
Jorge Cuesta, 39 años, veracruzano, poeta de la ansiedad, el pesimismo y la muerte, miembro del grupo Los Contemporáneos, se colgó con las sábanas que amarró a los barrotes de la ventana del hospital donde estaba internado por una reincidente crisis de paranoia.
Leopoldo Lugones, 54 años, escritor argentino, se prepara un coctel de whisky y arsénico, arrebatado por presiones en sus cambios ideológicos y políticos y por amores insatisfechos. Su hijo Polo se suicida también años después, e igualmente, su bisnieto Alejandro repite la acción en el sitio exacto que el bisabuelo: El Tropezón, recreo del Tigre.
Alfonsina Storni, 46 años, poeta argentina, apremiada por un cáncer en el seno, se arroja al mar desde la escollera del Club Argentino de Mujeres.
Rodeado de circunstancias todavía no muy claras, el novelista norteamericano Ernest Hemingway, 62 años, disparó con una escopeta hacia su boca.
Yasunari Kawabata, 73 años, premio Nobel 1968, enfermo y deprimido por la muerte de su discípulo Mishima, acabó con sus días inhalando gas.
Jaime Torres Bodet, 72 años, escritor y diplomático mexicano, también del grupo Los Contemporáneos, apresuró su final consumido por el cáncer, disparándose en la sien.
Se catalogan muchos ejemplos más, lamentablemente. Asentamos hoy, para finalizar, unas palabras cargadas de soledades, de Sylvia Plath:
“Soy vertical, pero preferiría ser horizontal. No soy árbol con las raíces en la tierra absorbiendo minerales y amor maternal para que cada marzo florezcan las hojas, ni soy la belleza del jardín de llamativos colores que atrae exclamaciones de admiración ignorando que pronto perderá sus pétalos. Comparado conmigo, un árbol es inmortal y una flor, aunque no tan alta, es más llamativa, y quiero la longevidad de uno y la valentía de la otra. Camino entre ellos pero no se dan cuenta. A veces pienso que cuando estoy durmiendo me debo de parecer a ellos a la perfección, oscurecidos ya los pensamientos. Para mí es más natural estar tendida. Es entonces cuando el cielo y yo conversamos con libertad, y así seré útil cuando al fin me tienda: entonces los árboles podrán tocarme por una vez, y las flores tendrán tiempo para mí”.