Por iniciativa del presidente Plutarco Elías Calles, el 31 de diciembre de 1925 entraron en vigor las leyes reglamentarias del artículo 27 constitucional, en materia de petróleo y subsuelo y de tierras y aguas. La “ley del petróleo” refrendaba el dominio directo, inalienable e imprescriptible de la nación sobre las riquezas del subsuelo y declaró a la industria petrolera “de utilidad pública”.
Además, las nuevas leyes elevaban a rango constitucional la doctrina Calvo, según la cual, los extranjeros que formaran parte de una sociedad mexicana (de la que no podrían obtener más de 49 por ciento de las acciones o capital) que tuviera o adquiriera los bienes enumerados en el artículo 27, debían firmar un convenio con la Secretaría de Relaciones Exteriores por el que se obligaban a no invocar la protección de su gobierno en lo que a esos bienes se refiriera, so pena de perderlos en favor de la nación.
La virulenta reacción de las cancillerías británica y estadounidense empezó desde que las leyes estaban discutiéndose en comisiones. A una agresiva nota del secretario de Estado estadounidense fechada el 17 de noviembre de 1925, nuestro canciller, Aarón Sáenz, respondió el 28 de ese mes explicándole que habían sido realmente las conferencias de Bucareli de 1923: “De las conferencias [...] no resultó ningún acuerdo formal, fuera de las convenciones de reclamaciones que se firmaron después de la reanudación de las relaciones diplomáticas. Aquellas conferencias se limitaron a un intercambio de expresiones”, y en ellas Obregón manifestó su deseo de un entendimiento con Estados Unidos “como con todos los demás países de la Tierra”.
El 3 de diciembre, en respuesta a una nota claramente intromisoria, Sáenz haría un estudio jurídico que fijó la posición de México en ese conflicto diplomático. De entrada, nuestro canciller reprochaba al Departamento de Estado que un gobierno extranjero criticara una ley que aún no estaba en vigor, entrometiéndose en la labor legislativa de un país soberano. En cuanto a la cláusula Calvo, Sáenz argumentaba que, según el derecho internacional, ninguna nación puede reclamar a otra “por violaciones de derechos que ella misma no concede”, y glosaba leyes estadounidenses y la jurisprudencia sobre ellas sentada sobre la obtención de bienes raíces por extranjeros, alguna de las cuales, mostraba Sáenz, era “más drástica, más terminante y va más lejos en sus determinaciones que la proyectada legislación mexicana”.
En cuanto a la retroactividad de las leyes (los constituyentes de 1917 habían sido brillantes al cambiar la redacción del artículo 14 de la constitución de 1857, de “no se podrá expedir ninguna ley retroactiva”, por “a ninguna ley se le dará efecto retroactivo en perjuicio de persona alguna”) hay un párrafo de Sáenz realmente brillante: “Una ley posterior puede modificar el estado de Derecho creado por la ley anterior sin ser retroactiva; y no sólo puede hacerlo, sino que necesariamente tiene que ser así, porque de otro modo la legislación quedaría inmovilizada, porque el derecho no es más que un aspecto de la vida de los pueblos y tiene que irse modificando para adaptarse a las nuevas necesidades de ésta. De otro modo no se habría suprimido la esclavitud, ni los mayorazgos, ni la sucesión forzosa, ni los censos irredimibles, etcétera. Siempre se supone que la nueva ley es mejor que la anterior”.
No entraré en los detalles de la ley y del debate jurídico de 1926. Digamos que las compañías petroleras, apoyadas por sus gobiernos, se negaron a acatarlas y el 1 de enero de 1927 quedaron, literalmente, fuera de la ley. Eso, sumado a un conflicto externo (el apoyo de México al presidente nicaragüense depuesto por los marines y al patriota general Sandino) hizo que el conflicto se calentara peligrosamente. Y cuando las declaraciones del gobierno estadounidense hicieron parecer que la guerra estaba a la vuelta de la esquina, el presidente ordenó al jefe de operaciones militares en la Huasteca, general Lázaro Cárdenas, que si los marines desembarcaban debía destruir las instalaciones petroleras e incendiar los pozos.
Tampoco contaré aquí, por falta de espacio, cómo se evitó la guerra (y se sentó la tesis de que México nunca más podría ser amenazado por una intervención directa de Estados Unidos: eso lo explique aquí en mis artículos del 5 y el 19 de marzo de 2019). Digamos que se evitó, sin que nuestro gobierno diera marcha atrás a la legislación, lo que permitió al general Cárdenas hacer lo que hizo el 18 de marzo de 1938.
Subrayemos: nuestro canciller reprochaba que un gobierno extranjero criticara una ley que aún no estaba en vigor, entrometiéndose en la labor legislativa de un país soberano. Te lo digo, presidente Coolidge, para que lo entiendas, presidente Biden.