Esta semana ha sido particularmente complicada para la Iglesia católica a nivel nacional e internacional. Las marchas provida del fin de semana último no tuvieron eco en la agenda mediática ni pública. La carta de perdón del papa Francisco dirigida a México ha provocado reacciones airadas de la derecha española, que compara la hispanización de América con la helenización de la civilización occidental. Los Legionarios de Cristo, de nuevo en el ojo del huracán por la opacidad en el manejo de sus recursos en los paraísos fiscales. Y, finalmente, la conmoción en Francia al descubrirse que cerca de 330 mil menores han sido abusados sexualmente a instancias de actores religiosos. Más de 3 mil sacerdotes pederastas. Son cifras que sacuden no sólo a Francia, sino a toda la catolicidad en el mundo.
Sin embargo, quiero atraer su atención sobre otro hecho, apenas registrado en la agenda pública, que tiene una importancia relevante. La Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), con decisión dividida, anuló la elección en Tlaquepaque por la intervención indebida en el proceso electoral del cardenal Juan Sandoval Íñiguez.
La elección por el municipio fue muy cerrada. Morena impugnó la injerencia del cardenal Sandoval que, por el alto grado de religiosidad en la región, sí tuvo impacto en el resultado final.
El Tribunal analizó los hechos y determinó anular la elección en Tlaquepaque por la injerencia de cardenal Juan Sandoval Íñiguez, quien el pasado 1 de junio, en plena veda electoral, publicó un video en sus redes sociales llamando a no votar “por el partido en el poder”, argumentando que eso provocaría una dictadura comunista. Se suma a otras intervenciones y posicionamientos del purpurado que a todas luces violó las leyes electorales.
El cardenal Sandoval Íñiguez extrae del sarcófago los prejuicios eclesiásticos de la Guerra Fría para advertir a la opinión pública que Morena, AMLO y la 4T arrastran al país al comunismo. Desempolva las viejas consignas del sigo pasado –”cristianismo sí, comunismo no”– para advertirnos, con espíritu petrificado, que el gobierno federal está en contra de la familia y de la vida; que promueve la “ideología de género” como una aberración histórica. ¿El cardenal se quedó estancado en la anticuada retórica cristera del catolicismo fundamentalista o se convierte en capellán del Yunque y de Frenaa?
El cardenal jalisciense está en retiro pero quiere seguir mangoneando la arquidiócesis de Guadalajara y sostiene un sordo forcejeo con el actual titular, el cardenal Francisco Robles. Es claro que Sandoval está siendo usado por los grupos del Yunque como estandarte conservador para legitimar sus complots y proferir las más rancias posturas de un catolicismo empolvado y misógino.
Más que un católico ultraconservador, Sandoval es, a decir de la investigadora Renée de la Torre, un clérigo a la antigua. Es decir, un sacerdote tradicionalista de ideas fijas y rígidas al que le cuesta trabajo comprender los cambios de época que atraviesa la sociedad. Uno no se explica los pleitos casados que mantiene el prelado con grupos de derechos humanos, colectivos de mujeres, homosexuales, intelectuales, académicos, dirigentes de partidos de izquierda y periodistas. Es decir, con todos los sectores seculares.
Es cierto que desde hace 10 años ha imperado el pragmatismo de la clase política mexicana en el uso de lo religioso para ganar adeptos y plausibilidad electoral. Sin embargo, resulta un factor de riesgo real para la consolidación no sólo de la laicidad del Estado, sino de la democracia en el país. La principal amenaza para el Estado laico no es sólo la incursión política de ciertas dirigencias de iglesias, sino la de la clase política. Más que procurar la representación e intereses ciudadanos, los partidos han desarrollado una incontinencia patológica por el poder. Ganar la elección a costa de todo y no importa cómo. Recurren a Dios como una estratagema para ganar adeptos y legitimidad en un mercado de votantes mayormente religiosos y recelosos de los partidos políticos y de sus candidatos.
El andamiaje normativo electoral es categórico: está prohibida la propaganda religiosa con fines electorales o la injerencia de actores religiosos en el ánimo de los electores. El artículo 130 constitucional es contundente: “Los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”.
El principio histórico de separación Iglesia-Estado está relacionado con el principio de la laicidad, pero no deben confundirse. La histórica separación Iglesia-Estado es el concepto legal y político por el cual las instituciones del Estado y de las iglesias se sustentan separadas. Dicho principio fue promulgado por Juárez. Establece que las iglesias no intervienen en los asuntos públicos. Las instancias son autónomas en sus áreas de competencia y garantizan la libertad religiosa de los ciudadanos. El principio de la laicidad es ante todo la concepción legal de un régimen social de convivencia. Su punto de partida es que las instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular. Es el pueblo, a través del voto, el que legitima a las autoridades democráticamente elegidas. En la antigüedad era Dios quien legitimaba a los soberanos. Por tanto, la laicidad emerge como el tránsito de una legitimidad basada en lo sagrado hacia una legitimidad que se sustenta en la soberanía del pueblo, mediante el voto; finalmente en la legitimidad democrática.
Muchos políticos apelan a los símbolos religiosos para justificar sus acciones políticas. Dichas iniciativas debilitan las bases de su propia autoridad política. El recurso de invocar la sacralidad para fortalecer su propuesta política favorece y propicia la intervención de las iglesias en la agenda pública. La sana distancia que se ha procurado en 150 años de nuestra historia queda expuesta al recurrir a fuentes de legitimidad sagradas, en lugar de fundamentar sus acciones en la voluntad popular. Los políticos renuncian de hecho a la fuente esencial de su autoridad, que es el pueblo, y los dirigentes religiosos se asumen equivocada o intencionalmente como representantes políticos de sus feligreses. Ello termina por abrir paso a la influencia de dirigencias religiosas en la elaboración de políticas públicas y legislativas, tanto locales como federales. El resultado puede llegar al extremo de una confesionalización de la vida pública y a la disminución de las libertades ciudadanas. ¿Estamos ante el peligro de la reconfesionalización de una clase política desacreditada que busca, como en la Edad Media, encontrar legitimidad en Dios?