“Soy tu mejor amigo -le habló con solemne acento un tipo a otro-, por eso me veo en la necesidad de decirte algo acerca de tu esposa”. “No me asustes -se inquietó el otro-. ¿De qué se trata?”. Dijo el amigo: “Nos está engañando con otro hombre”... Babalucas era empleado de una gasolinera. Un cliente le pidió: “Revise las llantas, por favor”. Babalucas dio una vuelta en torno del vehículo y le informó al conductor: “Están las cuatro”... Decía una señora: “Los hijos son el consuelo en la vejez. Y te ayudan a llegar a ella más rápidamente”... Simpático señor fue Edmundo Flores. Tercer director del Conacyt, le dio a ese organismo una proyección extraordinaria, pues era hombre de cultura y al mismo tiempo de acción. Algunos lo tachaban de frívolo por su carácter ligero, decidor, alejado de la pedantería, pero lo cierto es que era un científico de sólida formación y con reconocimiento internacional. Escribió sus memorias. En ellas narró la vez que, siendo muy joven, estuvo en Guatemala algunos meses. Llevó consigo su tocadiscos portátil, cuya tornamesa giraba movida por una banda de hule que de continuo se rompía. Se le ocurrió usar un preservativo en vez de la banda, y el artilugio sirvió bien para el efecto. Sin embargo, los tales hules se rompían también a cada paso, de modo que debía ir a la farmacia de la esquina diariamente, y en ocasiones dos veces en el mismo día, a fin de comprar aquello que le servía para oír su música. El farmacéutico, asombrado por las continuas compras de condones que el muchacho hacía, le dijo con admiración: “Había oído decir que los mexicanos son muy cogelones, pero no creí que tanto”. Seguramente Edmundo Flores habría reprochado la expresión de la actual directora del Conacyt, quien habló con poco tino de una “ciencia neoliberal”... Se cuenta que cuando Charles Chaplin recibió un premio honorario de la Academia de Hollywood por sus aportaciones al cine el público lo aplaudió de pie durante 12 minutos. Chaplin fue un genio, sin lugar a dudas. Las más de sus películas son obras maestras. Por desgracia no llegó a filmar el que habría sido un film distinto a todos. Su trama era muy sencilla. En el escenario de un cabaret de moda, de clientela frívola y elegante, se lleva a cabo la variedad de la noche. El espectáculo que se presenta es la Pasión de Cristo. Mientras la gente bebe, ríe y charla, en el foro Jesús es crucificado sin que nadie advierta el drama que acontece ante sus ojos. Sólo un borracho -Chaplin- se da cuenta de lo que está sucediendo. En vano grita para llamar la atención de la gente: “¡Miren! ¡Lo están crucificando otra vez y nosotros no hacemos nada!”. Todos siguen en lo suyo, indiferentes. Quienes conocieron el proyecto lo consideraron sacrílego, y la película no se hizo. Lástima. Lo que narraba Chaplin sigue sucediendo... Las personas con tiquismiquis de pudicia deben suspender en este punto la lectura, pues enseguida viene un cuento de color subido. Helo aquí... Cierto señor acudió a la consulta de un médico afamado, pues de la noche a la mañana le apareció una extraña mancha roja en su parte de varón. Le dijo el angustiado tipo al doctor: “Temo que sea alguna forma de erisipela o urticaria, o, peor todavía, alguna enfermedad venérea difícil de curar”. Lo examinó el facultativo y al final dictaminó: “Esto se lo puedo quitar yo rápidamente”. “¿De veras, doctor?” -exclamó, esperanzado, el individuo-. “Sí -confirmó el médico-. Tiene usted razón: la erisipela, la urticaria y las enfermedades venéreas son a veces difíciles de quitar. Pero las manchas de lápiz labial no”... FIN.
Charles Chaplin
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