Entre pétalos de flor de cempasúchil, tamales, tequila, papel picado, veladoras y copal, el altar de muertos se construye como un homenaje para los seres queridos que habitan el mundo de los muertos, pero también como una manera de sanar el dolor que provocan las ausencias entre los vivos. Familiares, amigos, músicos queridos y hasta perros, los hogares mexicanos se preparan para recibirlos a todos cada 2 de noviembre en el Día de muertos. Pero la celebración va más allá del ritual o la creencia en el más allá; se trata también de una exaltación de nuestra historia y nuestra identidad. En cada uno de los elementos que componen el día de los muertos hay un profundo significado que se remonta a tiempos ancestrales; tal es el caso de la flor de cempasúchil.
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Y es que la leyenda detrás de esta flor endémica de México se anuncia en el mismo nombre: “cempasúchil” se compone con los vocablos náhuatl cempohualli, que quiere decir “veinte”, y xóchitl, que significa “flor”. La “flor de veinte pétalos” ostenta colores amarillos y naranjas brillantes que colorean los campos de Puebla, Guerrero, Hidalgo, Oaxaca y San Luis Potosí después de la época de lluvias. ¿Pero qué hay detrás de la flor de cempasúchil y sus 20 pétalos vibrantes?
Como toda gran historia de amor en las mitologías del mundo, la leyenda de la flor de cempasúchil está teñida de la pérdida y el dolor de la muerte. Se dice que Xóchitl y Huitzilin eran dos niños que acostumbraban jugar juntos en el campo. Conforme fueron creciendo, nació entre ellos un amor que superaba lo terrenal. Cada tarde, subían la montaña para llevarle flores a Tonatiuh, el dios Sol; quien enviaba su cálido abrazo y bendecía a la pareja. Entre los rayos, Xóchitl y Huitzilin juraron amarse para siempre.
Desafortunadamente, cuando Huitzilin tuvo edad suficiente fue llamado para luchar en la guerra y defender a su pueblo. Al poco tiempo, llegaron noticias de que el joven había sido herido en la batalla y, finalmente, había muerto. Xóchitl no podía contener su dolor; corrió a la cima de la montaña e imploró a Tonatiuh que la reuniera para siempre con Huitzilin. El dios se sintió conmovido y envió un rayo de sol fulminante que convirtió a Xóchitl en una flor de color intenso, tal como la luz que la había bañado.
La flor permaneció cerrada, hasta que un día la sobrevoló un curioso colibrí. El ave se posó en el centro de la flor y ésta se abrió inmediatamente, desplegando 20 pétalos y un fuerte aroma inconfundible. Eran los jóvenes que finalmente se unían para siempre, pues mientras existan la flor de cempasúchil y los colibríes vivirá el amor de Xóchitl y Huitzilin.
Gracias al olor de los pétalos de la flor de cempasúchil que se coloca en los altares, los espíritus pueden guiarse y encontrar el camino hacia el espacio que los recibirá con sus bebidas y alimentos favoritos; y, por supuesto, con el inmenso amor de sus familiares y seres queridos que los extrañan. Sin duda, la icónica flor de cempasúchil es uno de los símbolos de la identidad del mexicano y sus tradiciones; pues no sólo representa una costumbre —bastante espiritual— que se mantiene viva en nuestros días, sino que lleva una carga de nuestro pasado prehispánico y nuestras raíces.